Por: Luis Reed Torres
NADIE OSABA VER A MOCTEZUMA CARA A CARA, PERO CORTÉS LO APREHENDIÓ EN SU PALACIO
- Nacemos de una Victoria, no de una Derrota
- Con Fino Tacto Psicológico el Extremeño Superó Desventajas
- «Trágica Ironía que el Hispanoamericano Denigre su Origen»
- Profundo y Recíproco Cariño Entre don Hernán y los Indios
- Falsedades Contra España por ser Paladín del Catolicismo
«Prendióse a Guatemuz (Cuauhtémoc) y sus capitanes en trece de agosto, a hora de vísperas, en día de Señor San Hipólito, año de mil quinientos veintiún años. Gracias a Nuestro Señor Jesucristo y a Nuestra Señora la Virgen Santa María, su bendita madre. Amén» (Díaz del Castillo, Bernal, Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España, Tomo III, París, Librería de Rosa, 1837, 429 p., p. 292).
De esta manera da noticia Bernal Díaz del Castillo de la caída de Tenochtitlan en poder de los castellanos. La batalla –o por mejor decir serie de batallas, de las que el propio Bernal brinda puntual referencia– había durado varios meses. Secundado, entre otros, por Diego de Ordaz, Gonzalo de Sandoval, Pedro de Alvarado y Bernardino Vázquez de Tapia, Hernán Cortés había logrado una rotunda victoria que marcaba el nacimiento de México.
Porque eso, una victoria, es como debe ser considerado aquel 13 de agosto de 1521 y no como voces demagógicas han pretendido desnaturalizarlo bajo el falaz e insostenible argumento de que aquella gran urbe era nuestra antigua patria, pues resulta claro que México no existía entonces y que, por el contrario, lo que facilitó en buena medida las cosas a Cortés fue el multitudinario levantamiento indígena –totonacas, tlaxcaltecas, cholultecas y otros– contra el opresor azteca. Y la verdad es que sería sumamente aventurado calificar de «fifís» a estos conglomerados indios enemigos de los mexicas..
Que la aventura de Cortés se halla a la altura de competir ventajosamente con cualquier magna empresa de la historia mundial, lo demuestra el hecho de que don Hernán y su pequeña tropa arribaron a un territorio enteramente desconocido para ellos y al que decidieron internarse una vez quemadas o inutilizadas sus naves, es decir luego de llegar así a un punto sin retorno; que con fina percepción psicológica Cortés pulsó certeramente que el Imperio Azteca era un gigante con pies de barro al que podía vencerse mediante el establecimiento de alianzas adecuadas; que fue el primer caudillo militar que unificó a los pueblos de Mesoamérica para culminar con éxito su misión; y que, en otro golpe maestro psicológico, una vez consumada la conquista se postró ante los primeros frailes franciscanos delante de los señores indígenas vencidos — que ya lo veían como un ser superior–, para de ese modo dar el banderazo de salida a la posterior misión evangelizadora.
Todo lo anterior equivale, ni más ni menos, a que un grupo de nuestros modernos astronautas aterrice en nuestros días en un planeta distante y desconocido, destruya la nave que le garantiza el regreso al nuestro, se interne por senderos inhóspitos repletos de extraños habitantes hostiles y termine conquistando el lugar y lo convierta a la manera del planeta Tierra. A eso equivale sin duda esa comparación al adoptar semejantes decisiones en los primeros años del siglo XVI. Item más: en la actualidad los científicos conocen prácticamente con toda exactitud todas las características de no pocos planetas y en cierta forma se va sobre seguro. Cortés, a contrario sensu, de lo único que estaba seguro era de la inseguridad en que se encontraba.
Por lo demás, resulta verdaderamente notable la manera en que Cortés sorteó con particular habilidad la descomunal e inimaginable desventaja numérica que desde luego resultaba su mayor debilidad. Para no ir más lejos, al entrar ya en las afueras de Tenochtitlan empieza a dar cifras que a otro individuo con menos temple le hubieran aterrado: «Tendrá esta ciudad de Iztapalapa doce o quince mil vecinos, la cual está en la costa de una laguna salada, grande, la mitad dentro del agua y la otra mitad en la tierra firme». Refiere luego el extremeño que al otro día continuó su camino y que pasó por otras tres poblaciones: «La primera ciudad de éstas tendrá tres mil vecinos, y la segunda más de seis mil y la tercera otros cuatro o cinco mil vecinos, y en todas muy buenos edificios de casas y torres, en especial las casas de los señores y personas principales, y las de sus mezquitas u oratorios donde ellos tienen sus ídolos» (Cortés, Hernán, Cartas y Relaciones al Emperador Carlos V, París, Imprenta Central de los Ferrocarriles, A. Chaix y Compañía, 1866, 575 p., pp. 83-84).
Según diversas fuentes, la Gran Tenochtitlan albergaba, números más números menos, quinientos mil habitantes. Y Cortés no dudó un momento en continuar adelante hasta llegar a la monumental urbe, donde inicialmente fue recibido por una vanguardia de la nobleza azteca: «Aquí me salieron a ver y hablar hasta mil hombres principales, ciudadanos de la dicha ciudad, todos vestidos de una manera de hábito y, según su costumbre, bien rico; y llegados a me a hablar cada uno por sí, hacía en llegando ante mí una ceremonia que entre ellos se usa mucho, que ponía cada uno la mano en tierra y la besaba, y así estuve esperando casi una hora hasta que cada uno hiciese su ceremonia» (Ibidem).
Líneas más adelante refiere don Hernán su encuentro con Moctezuma: «Pasada este puente nos salió a recibir aquel señor Muteczuma con hasta doscientos señores, todos descalzos y vestidos de otra librea o manera de ropa asimismo bien rica a su uso y más que las de los otros (…); el dicho Muteczuma venía por medio de la calle con dos señores, el uno a la mano derecha y el otro a la izquierda (…); Cada uno lo llevaba de su brazo, y como nos juntamos yo me apeé y le fui a abrazar solo, y aquellos dos señores que con él iban me detuvieron con las manos para que no le tocase» (Loc.Cit., pp. 84-85).
Por su parte, Bernal Díaz del Castillo, al referirse a este primer encuentro, describe la rica vestimenta tanto de los acompañantes de Moctezuma como de este mismo, y anota que «los cuatro señores que le traían de brazo venían con rica manera de vestidos a su usanza, que parece ser se los tenían aparejados en el camino para entrar con su señor, que no traían los vestidos con los que nos fueron a recibir, y venían, sin aquellos grandes señores, otros grandes caciques que traían el palio sobre sus cabezas, y otros muchos señores que venían delante del gran Montezuma, barriendo el suelo por donde había de pisar, y le ponían mantas porque no pisase la tierra. Todos estos señores ni por pensamiento le miraban en la cara, sino los ojos bajos y con mucho acato» (Díaz del Castillo, Historia Verdadera…, Tomo II, p.74).
Y luego de los saludos de rigor entre Cortés y Moctezuma, aquél obsequió a éste con un collar, después de lo cual el extremeño iba a abrazarlo, pero «aquellos grandes señores que iban con el Montezuma detuvieron el brazo a Cortés, que no lo abrazase, porque lo tenían por menosprecio» (Ibidem, p. 75).
En otras palabras, Hernán Cortés y alrededor de cuatrocientos cincuenta españoles se encontraban en ese momento crucial en el centro mismo del Imperio Azteca, rodeados de un número inimaginable de indígenas que en cualquier momento podían tornarse en mortales enemigos; indígenas que, por lo demás, contemplaban con profunda reverencia, pero sobre todo con fundado temor, la figura del terrible y temible Moctezuma y su rigidísimo protocolo, que ni siquiera contemplaba la posibilidad de que la propia nobleza le mirase directamente en la cara (Por cierto que hace algunas décadas se levantó en México una polvadera por la pretensión de que Austria devolviera el llamado «penacho de Moctezuma». Lo cierto es que éste era parte de la indumentaria ceremonial de un sacerdote indígena y hubo muchas piezas del mismo tipo no sólo en México, sino también en Guatemala. La prenda conservada en el Museo Etnológico de Viena jamás perteneció a Moctezuma y todo se reducía a un demagógico propósito más de identificar lo prehispánico con el México actual).
Y sin embargo, pocos días después de estos sucesos, Cortés aprehendió a Moctezuma en su propio palacio cuando lo obligó a permanecer en los aposentos que se habían entregado a los castellanos, si bien le aseguró que continuaría a la cabeza de su imperio.
«Moctezuma estaba solo en medio de los decididos capitanes –escribe Alfredo Chavero, distinguido arqueólogo e historiador sin asomo de conservadurismo–; sus guardias mismos no podían defenderlo de la irrupción del ejército español que cercano estaba; se le ofrecía, además, respetar su mando y señorío, lo cual era su preocupación constante; pensó en su propia vida antes que en la patria, y consintió. Mandó traer sus andas y los nobles lo condujeron silenciosamente al cuartel español; a su lado marchaban los capitanes españoles (…) Pusieron a Moctezuma en un departamento inmediato al de Cortés, adornándolo con el lujo que tenía en su palacio; trasladáronse con él sus mujeres e hijos y los grandes de su servidumbre; siguió recibiendo embajadas y despachando los negocios de su reino; y el infeliz se sentía todavía emperador de México. Parece que los mexicas hicieron algunas intentonas para salvarlo, pero Andrés de Mojaraz velaba delante del palacio con sesenta peones, y con otros tantos por la espalda Rodrigo Álvarez Chico» (Chavero, Alfredo, México a Través de los Siglos, México, Editorial Cumbre, S.A., 17a edición, 1981, Tomo II, 455 p., pp. 398-399).
Recapitulemos: un puñado de españoles liquida virtualmente un imperio de varios millones de almas (sin desconocer, claro, que luego hubo un levantamiento mexica que derivó en la noche triste de Cortés y que posteriormente se combatió con bizarría contra castellanos e indios aliados de aquellos) merced a un golpe de mano que paraliza a todo mundo sin que Moctezuma mueva un dedo por evitarlo. Tal era su terror. Por eso el historiador novohispano don Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, bisnieto de Ixtlilxóchitl II — último tlatoani de Texcoco– y tataranieto de Netzahualcóyotl, pasa revista con detenimiento de la conducta de Moctezuma, a quien tilda de pusilánime, y señala que ante la indecisión y zozobra del líder mexica cundió la incertidumbre y luego la sorpresa entre los más altos dignatarios aztecas al ver apresado a su máximo jerarca. Y asienta de manera contundente que en Moctezuma «se cumplió lo que de él se decía, que todo hombre cruel es cobarde, aunque a la verdad era ya llegada la voluntad de Dios, porque de otra manera fuera imposible querer cuatro españoles sujetar un nuevo mundo tan grande y de tantos millares de gente como había en aquel tiempo. La gente ilustre y los capitanes de México todos se espantaron de tal atrevimiento y se retiraron a sus casas» (De Alva Ixtlilxóchitl, Fernando, Obras Históricas, México, Oficina Tipográfica de la Secretaría de Fomento, 1892, Tomo I, 508 p., pp.337-338).
Una vez consumada la liquidación del Imperio Azteca, bien pudieron los cientos de miles de aliados de Cortés levantarse contra él y hacerlo trizas junto con sus pocos cientos de hombres. Al fin y al cabo ya les había servido para librarse del yugo mexica, e inclusive hasta estaban en posibilidad de unirse a sus antiguos opresores, ya debilitados enteramente. Sin embargo, no sólo no ocurrió nada de eso sino que, genéricamente hablando, la población nativa aceptó gustosa este nuevo orden de cosas. Y eso es un hecho incontrovertible que no puede ser torcido por ningún género de argumentaciones. Se empezó entonces, sólo entonces, a conformarse la nacionalidad que llamamos mexicana, producto del mestizaje.
«La idea de que la nacionalidad mexicana está finalmente vinculada a su raíz indígena –concreta el conocido escritor Héctor Aguilar Camín– me parece un equívoco histórico (…) Nuestra nacionalidad está vinculada al mestizaje, al (idioma) español, y al dejando de ser indios y españoles para formar otra cosa (…) No es verdad que la mexicanidad venga de las etnias indígenas. Viene del mestizaje, de la mezcla y, en última instancia, de que hemos ido dejando de ser indígenas y españoles y hoy somos esta mezcla peculiar que es difícil definir pero que llamamos mexicanos» (Aguilar Camín, Héctor, Respuesta a Fernando Benítez, periódico La Jornada, 30 de junio de 1995).
Alrededor de esta idea, don Joaquín Cárdenas Noriega, director del Centro de Estudios Históricos Hispanoamericanos en la década de 1980, plasmó los siguientes conceptos que no tienen desperdicio: «El mexicano actual no es azteca como tampoco es zapoteca o tarasco u otomí. No podemos pensar ni actuar en azteca, ni en nuestra vida actual existe alguna afinidad con ellos. Nuestro idioma, las raíces de nuestra cultura, costumbres, organización social, espiritual, religiosa, filosófica proviene de Occidente. Como pueblo necesitamos una conciencia colectiva de nuestra identidad, un principio coherente y unificado de nacionalidad, base de un desarrollo humano y social con verdadero contenido».
Y agregó don Joaquín: «Es de mencionar que la Nueva España significó el momento más brillante de nuestra historia. Nuestro territorio se extendía por el norte más allá de la Alta California y por el sur llegaba a La Hibueras; nuestra corriente cultural e idiomática alcanzó a las Filipinas; el peso plata mexicano se imponía y era base de transacciones internacionales. Desgraciadamente desde la primaria se nos inculca y envenena con ideas disolventes que, para destruirnos, dividirnos y convertirnos en renegados, ha promovido Estados Unidos con objeto de lograr su fértil penetración y nuestra dependencia. Esta propaganda de desintegración se inicia en 1825 por el embajador Joel R. Poinsett y ha continuado al correr de los años empleando todos los medios a su alcance, y en las últimas décadas, con la misma intención destructora, es postura favorita de algunos ideólogos» (Concientizar Nuestra Identidad Nacional, entrevista de la periodista María Idalia a Joaquín Cárdenas N., Excélsior, primera plana de la Sección B, 9 de octubre de 1987).
(En nuestros días, el propio Presidente Andrés Manuel López Obrador denuesta el arribo de los castellanos a lo que hoy es México y censura que con la espada y la cruz se haya impuesto la fe católica y construido iglesias en el sitio donde anteriormente se hallaban las edificaciones aztecas. Señala con índice de fuego los abusos ocurridos en el curso de la Conquista –que desde luego hubo y nadie los niega–, pero soslaya de manera absoluta tanto la antropofagia de los aztecas como la sangrienta esclavitud con que sometían de manera inmisericorde a muchos y diversos conglomerados indios. Todo esto no hace sino provocar innecesarias divisiones entre amplios sectores del pueblo mexicano y atizar en nuestro país lo que se ha venido fomentando desde la época de Poinsett en provecho de los Estados Unidos)
De vuelta a nuestro asunto, en efecto, el hecho de que la actual ciudad de México se asiente donde antes estuvo la antigua metrópoli mexica en modo alguno significa que seamos la nación azteca como algunas voces pretenden, y mucho menos que nos identifiquemos con un núcleo poblacional cuyas características principales fueron el despotismo, la guerra de agresión y el imperialismo a partir de la subyugación de pueblos vecinos.
En el mismo orden de ideas, hasta el propio don Carlos María de Bustamante, tan ligado a Morelos y a la insurgencia y tan poco proclive a todo lo hispano, no pudo menos que reconocer la obra bienhechora de España en estas latitudes: «Sin embargo –dice–, hagamos justicia al gobierno español (en lo que lo merezca): él planeó colegios y academias en el reinado del sabio Carlos III; se estableció la de Bellas Artes que enriqueció con bellísimas estatuas, que aún admiran ustedes cuando la visitan; mandó excelentes artífices e imitó a su predecesor Felipe II, que hizo venir a México lo que no pudo colocar en las obras del Escorial; de su sabiduría dan testimonio algunos magníficos templos que arrebatan la atención de los viajeros, como la catedral de México, San Agustín, Santo Domingo de Oaxaca, y otros. España no hizo más porque no pudo, y España dio a esta América una constitución que desconocemos los mismos mexicanos que se precian de sabios, y cuyo análisis supo formar el sabio padre Mier en la Historia de la Revolución que imprimió en Londres; constitución en que campea el buen ánimo de los reyes austriacos, y deseos de hacer felices a los indios: sobre todo Felipe IV el grande, cuya ley autógrafa se conserva, y yo leo con respeto y lágrimas, prohibiendo el mal tratamiento de los indios. En fin, esta América, si puede llamarse esclava bajo la dominación española, puede decir también que lo fue a la par con la misma península. Recorra V. la espantosa lista de las contribuciones que abrumaron a los españoles, y cotéjela con las que nos impusieron, y hallará que es infinitamente mayor que la nuestra. Supuestas, pues, estas verdades, note V. los progresos que este suelo de colonos hizo en las ciencias y artes, y hallará confirmada esta verdad…» (Bustamante, Carlos María de, Mañanas de la Alameda, citado por Andrés Henestrosa en El Zarandeado Bustamante, periódico Excélsior, 17 de mayo de 1995, pp. 7 y 8 A).
A mayor abundamiento, he aquí el notable testimonio del honrado historiador estadunidense Philip Powell, acucioso investigador del tema que se está tratando: «Los líderes patriotas (Powell se refiere a los luchadores por la independencia) hicieron violento daño a la historia al mancillar su propia sangre y cultura con una brocha saturada de la tinta negra de la leyenda. Es una trágica ironía el que los hispanoamericanos, acostumbrados como están a denigrar a España según las normas programadas por el movimiento de independencia, alientan no sólo las degradaciones de su propia cultura, sino que nutren una especie de cultura sin raíces al rechazar, empleando la lengua de Cervantes, la tierra de don Quijote y Sancho. Este es, especialmente, el caso de México y otros países, donde el culto del indigenismo ejerce gran influencia educacional y política» (Powell, Philip W., Arbol de Odio, Madrid, Ediciones Iris de Paz, 1991, 266 p., p.150).
Por otra parte, que una vez consumada la conquista propiamente dicha Hernán Cortés gozó de general aceptación, cariño y simpatía entre los indios es una afirmación que se halla fuera de duda, toda vez que fue el propio don Hernán fue también para ellos un padre amoroso que siempre veló por su bienestar. Sobre el particular es contundente lo que aseveró el 2 de enero de 1555 Fray Toribio de Benavente «Motolinía», considerado un santo varón por tirios y troyanos. «Siempre aquel capitán –asienta–, después de haber dado a los indios noticias de Dios, les decía que lo tuviesen por amigo, como a mensajero de un gran rey, y en cuyo nombre venía, y que de su parte les prometía serían amados y bien tratados, porque era grande amigo del Dios que les predicaba: ¿quién así amó y defendió a los indios en este nuevo mundo como Cortés? Amonestaba y rogaba mucho a sus compañeros que no tocasen a los indios ni a sus cosas, y estando toda la tierra llena de maizales apenas había español que osase coger una mazorca; y porque un español llamado Juan Polanco cerca del puerto entró en casa de un indio y tomó cierta ropa, le mandó dar cien azotes, y a otro llamado Mora porque tomó una gallina a indios de paz le mandó ahorcar, y si Pedro de Alvarado no le cortase la soga allí quedara y acabara su vida; dos negros suyos que no tenían cosa de más valor, porque tomaron a unos indios dos mantas y una gallina los mandó ahorcar; otro español, porque desgajó un árbol de fruta y los indios se le quejaron, lo mandó afrentar; no quería que nadie tocase a los indios ni les cargase, so pena de cuarenta pesos; y el día que yo desembarqué viniendo del puerto para Medellín cerca de donde agora está la Veracruz, como viniésemos por un arenal y en tierra caliente, y el sol que ardía, había hasta el pueblo tres leguas, rogué a un español que consigo llevaba dos indios, que el uno me llevase el manto, y no lo osó hacer afirmando que le llevaría cuarenta pesos de pena» (Benavente, Fray Toribio de, Carta al Emperador Carlos V, Edición crítica de Joaquín García Icazbalceta, en Colección de Documentos Para la Historia de México, México, Librería de J. M. Andrade, 1858, Vol I, pp. 251-277).
A su vez, los indios correspondían a estas deferencias, y así, cuando Cortés volvió a México y estaba enemistado con la Audiencia que le había quitado todo lo que tenía y aun prohibido que se le visitase en Texcoco, aquellos acudieron en su auxilio según refiere el propio Conquistador en carta a Carlos V fechada el 10 de octubre de 1530. «Por manera que después de haberme tomado toda cuanta hacienda, mueble y raíz (que) yo dejé en esta Nueva España –escribe– , me quitaron los dichos pueblos y me han dejado sin tener de dónde haya una hanega de pan ni otra cosa de que me mantenga.
«Y además de esto, porque los naturales de la tierra, con el amor que siempre me han tenido, vista mi necesidad y que yo y que los que conmigo traía nos moríamos de hambre, como de hecho se han muerto más de cientas personas de las que en mi compañía traje por falta de refrigerio y necesidad de provisiones, me venían a ver y me proveían de algunas cosas de bastimento, enviaron los dichos oidores alguaciles a prender a los dichos naturales que conmigo estaban, y prendieron y llevaron presos muchos de ellos con mucho escándalo y alboroto, a fin de que los dichos naturales no me proveyesen» (Cortés, Cartas y Relaciones…, pp. 502-503).
Gran número de autores de diversas épocas como Carlos Pereyra, José Elguero, Constantino Bayle, Salvador de Madariaga, Francisco López de Gómara, Francisco Cervantes de Salazar, Jerónimo de Mendieta, Juan Miralles, José Vasconcelos y muchos más que sería prolijo continuar citando, coinciden en considerar a Hernán Cortés como el fundador de la nacionalidad mexicana y padre y protector de los indios, a quienes amó entrañablemente tanto como a esta tierra, su nueva patria. No de otro modo puede interpretarse el hecho de que el caudillo extremeño estipulara en la primera cláusula de su testamento su deseo de reposar para siempre en México, así como el vasto propósito de sus proyectos creativos para estas latitudes, plasmados con nitidez en sus Cartas de Relación (Véase a tal efecto Postrera Voluntad y Testamento de Hernando Cortés, Marqués del Valle, México, Editorial Pedro Robredo, 1940).
«Así, desde el comienzo –puntualiza el investigador estadunidense Winston A. Reynolds–, se trazó desde el comienzo un sentimiento íntimo y complejo entre Cortés y los mexicanos que produjo un irrompible lazo emocional». Y en otro lugar: «Pero más allá de todas las consideraciones está el hecho obvio de que la originalidad apasionante de México es un producto de la fusión indígena y española. Cortés fue un símbolo de España en su mayor esplendor, y de mucho más en un sentido personal, toda una parte íntegra de la herencia mexicana» (Reynolds A., Winston, Hernán Cortés en la Literatura del Siglo de Oro, Madrid, Centro Iberoamericano de Cooperación, 1978, 348 p., pp. 297 y 303).
Por cuanto corresponde a la tan llevada y traída Leyenda Negra, por la que se ha pretendido desnaturalizar la obra de España en América, todo parte del profundo odio a España y al catolicismo que campeó en Inglaterra fundamentalmente a partir de 1580, a través de diversas publicaciones que acusaban a aquélla –poderosa competidora comercial y militar– de los crímenes más horrendos. Esto, aunado al fanatismo religioso que impelía a los ingleses a buscar pruebas que confirmaran el protestantismo de Dios y su predilección por ellos, hicieron el resto: los anglosajones, por serlo y por ser también protestantes, tenían el derecho a conquistar el nuevo mundo a fin de redimirlo (Fue Fray Bartolomé de las Casas con su Brevísima Relación de la Destrucción de las Indias, traducida innumerables veces al inglés y al holandés, quien dio pauta a la puesta en marcha de la Leyenda Negra. Ha sido ampliamente refutado, entre otros, por don Ramón Menéndez Pidal. Véase El Padre Las Casas, su Doble Personalidad, Madrid, Espasa Calpe, 1963).
«Los ingleses consideraron que la derrota de la Armada Invencible en 1588 –escribe la prestigiada historiadora Angela Moyano– era prueba suficiente para confirmar su superioridad. Desde entonces hasta la fecha el mundo hispano ha sufrido y sufre de las consecuencias de la Leyenda Negra urdida por Holanda e Inglaterra. Para poder explicar en qué consistió y con afán de resumir un tema singularmente complejo, preferimos citar al profesor Powell: ‘La premisa básica de la Leyenda Negra es la de que los españoles se han manifestado a lo largo de la historia como seres singularmente crueles, intolerantes, tiránicos, oscurantistas, vagos, fanáticos, codiciosos y traicioneros'» (Moyano Pahissa, Angela, México y Estados Unidos, Orígenes de una Relación, México, SEP, 1987, 348 p., p.18).
Singularmente importante para el tratamiento de este asunto resulta el estudio del investigador estadunidense William S. Maltby, quien informa que fue el sociólogo español Julián Juderías el que en 1912 acuñó el término Leyenda Negra para sintetizar la serie de infamantes acusaciones que de todo tipo se lanzó contra España a partir de Inglaterra y Holanda.
«Los esfuerzos de España como paladín del catolicismo durante los siglos XVI y XVII –hace hincapié Maltby– le valieron al país el odio imperecedero de los protestantes en todo rincón de Europa, hasta un grado tal que acaso no lo hayan notado ni aun los propios hispanistas. Es asombrosa la enorme cantidad de material antiespañol que salió de las prensas de la Europa protestante durante este período y fue hábilmente suplementado por la labor de quienes, aun cuando favorables a la Contrarreforma, veían con malos ojos el poderío de España y su tendencia a intervenir en los asuntos de Francia y de Italia».
Los rasgos de la Leyenda Negra inglesa han creado «un estereotipo formidable del hombre español, que abarca casi todos los vicios y las insuficiencias que se conocen (…) Cuando el español se encuentra en ventaja su crueldad y soberbia son insoportables. Cuando se ve reducido a su verdadera dimensión por algún impecable héroe nórdico, es mezquino y adulador, es un cobarde cuya afición a las conjuras y traiciones sólo es inferior a su incapacidad para llevarlas a buen término» (Maltby S., William, La Leyenda Negra en Inglaterra. Desarrollo del Sentimiento Antihispánico, México, Fondo de Cultura Económica, 1982, 181 p., pp. 10 y 12).
Añade Maltby que, a pesar de todo, buena parte de los anglosajones, así como historiadores equilibrados y serios, han defendido en todos los órdenes la reputación de España, pero que, paradójicamente, esto no se ha reflejado masivamente en libros de texto, películas o literatura en general. «Resulta natural sospechar –dice– que semejante paradoja se ha nutrido de la continuada incapacidad de algunos famosos maestros e historiadores para librarse de sus propios prejuicios antiespañoles».
En otro lugar: «Es innegable que la Leyenda Negra ha desempeñado un papel considerable en las difíciles relaciones de los Estados Unidos con sus vecinos hispanoparlantes, y sigue influyendo en la política británica con respecto a España. Por difícil que sea aislarla, continúa siendo un factor de peso en los asuntos internacionales» (Ibidem, pp. 13 y 16).
Y más adelante, tras refutar ampliamente las cuentas alegres de La Casas, añade: «El historial de la crueldad de España no es envidiable, pero en contraste con los puritanos de Nueva Inglaterra, los españoles nunca favorecieron una política de exterminio deliberado, y sus crueldades fueron las que siempre han acompañado a la formación de imperios. Rara vez han conquistado tierras nuevas los mansos y delicados, y las colonias españolas no fueron excepción a esa regla».
Y finalmente: «Muchos, si no todos, de los escritores que colaboraron con la Leyenda Negra fueron protestantes convencidos, aun fanáticos (…) Hasta el contenido formal de la literatura antiespañola, sus imágenes y su plétora de citas bíblicas, reflejan la influencia enorme del sentimiento protestante» (Loc.Cit., pp. 27 y 167. Otros textos que analizan el tema con profundidad son, aparte del libro de Powell ya citado, La Leyenda Negra, de Miguel Molina Martínez, Editorial Nerea, S.A., 1991; Imperiofobia y Leyenda Negra, de María Elvira Roca Barea, Ediciones Siruela, 2016; y La Leyenda Negra, Historia del Odio a España, de Alberto G. Ibáñez, Editorial Almuzara, 2019).
Tal es, pues, la verdad de los hechos y el meollo del asunto, ciertamente bastante diferente de todo cuanto se ha dicho de Cortés, la conquista española y la pretendida inocente naturaleza de los aztecas…
(Continuará)