Por: Luis Reed Torres
Es ya sin precedente en nuestro largo devenir histórico lo que ocurre actualmente en México en materia de (in) seguridad pública: padecemos un interminable baño de sangre a lo largo y a lo ancho de la República, y los niveles de violencia se acentúan conforme pasan los meses, las semanas y los días. Cotidianamente se encuentran fosas comunes con decenas y hasta centenas de cuerpos; a la vera de muchos caminos vecinales o concurridas carreteras yacen grupos de cadáveres –– en veces alineados, en veces diseminados–; en cuevas también aparecen restos de quién sabe cuántas víctimas; en puentes de amplias avenidas de diversas ciudades se balancean de forma macabra multitud de cabezas, brazos y extremidades humanas; en cajuelas de automóviles y camionetas es común localizar cadáveres mutilados y encostalados. Y así, ad infinitum.
En el curso de los sexenios de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto el número de mexicanos muertos ascendió a más de 350 mil, y en los ocho primeros meses del régimen lopezobradorista se registran más de veinte mil, según informa el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (Portal Aristegui Noticias, 18 de agosto de 2019). Todo con una serie de crueldades inusitadas que rebasan incluso las registradas en países en estado de guerra formal.
Miles de familias mexicanas han sido víctimas de la delincuencia organizada, no organizada, semiorganizada o próxima a organizarse. Más allá de la forma o manera que se quiera o pretenda nombrar a los grupos armados que infringen la ley, lo cierto, lo real, lo concreto, es que la nación mexicana se halla hoy en plena vorágine delictiva, y el ciudadano de a pie, de coche, de metro, de metrobús, de pesero y de no sé qué más, sobrevive a duras penas no ya sólo de manera exigua con su escaso salario, sino sobrevive, también de manera exigua, de manera física. Es decir, apenas está en condiciones de preservar su integridad física. O, dicho de otra manera, el ciudadano que sale de su hogar para dirigirse a trabajar, divertir, pasear, estudiar, visitar, etcétera, de ninguna manera puede garantizar a plenitud que retornará sano y salvo a su hogar.
Lo peor de todo es que el mexicano no tiene a quién recurrir para su protección. Su indefensión es virtualmente absoluta frente a la delincuencia –así, en general, para ya no calificarla– y también frente a las autoridades, que teóricamente deberían preservar su vida y sus bienes. Esto último es elemental deber de un gobierno que se precie de serlo. Si no cumple con tales premisas, éticamente ese gobierno pierde su razón de existir porque incumple los postulados esenciales que deben enmarcar su ser y su quehacer.
En el mismo tenor de lo que estoy tratando, se dice que en México no existe la pena de muerte. Falso, falsísimo de toda falsedad. ¡¡Claro que existe!! ¡¡Dígalo si no la delincuencia, que la aplica diariamente a la sociedad llueva, truene, relampaguee o terremotee. Es decir a toda hora y sin tregua alguna.
Lo mismo puedo decir de un estado de sitio o toque de queda que, según me alegan, tampoco existe legalmente en México. Respondo: ¡¡Claro que existe!! ¡¡Dígalo si no la delincuencia, que lo hace de estricta observancia para la sociedad según su propia ley, toda vez que si un ciudadano se aventura a permanecer en las calles a una hora avanzada, la cuchilla del hampa caerá implacable sobre él.
Ahora bien, todo esto se vuelve aún más espeluznante cuando se le compara con sucesos bélicos acaecidos en nuestra patria en el siglo XIX y que, ¡quién lo dijera!, nos arroja cifras de muertos considerable y comparativamente menores de las que hoy padecemos si tomamos en consideración que algunas luchas fueron por la independencia y otras implicaron conflictos internacionales. Veamos:
Guerra de Independencia (1810-1821) Entre 250 mil y 425 mil muertos, según datos del investigador Matthew White, autor de The Historical Atlas of de 20th Century (El portal De Re Militari sólo enlista 250 mil).
Guerra de Texas (1835-1836) 2,200 muertos en total, de los cuales 1,500 fueron soldados mexicanos y 700 colonos estadunidenses.
Guerra con Francia (1838-1839, Bloqueo del Puerto de Veracruz) Sin cifras concretas, pero menos de mil muertos.
Guerra entre México y Estados Unidos (1846-1848) 23 mil muertos en total, de los cuales 11,300 soldados yanquis por enfermedades y 1,700 en combate; 6,000 soldados mexicanos en combate y por enfermedades; 4,000 civiles (mil de ellos en Veracruz).
Guerra de Reforma (1858-1860) 8,000 muertos.
Imperio Mexicano (1863-1867) 65,000 muertos, de los cuales 32 mil republicanos, 20 mil imperiales, 6,000 franceses del ejército regular, 3,000 belgas y austriacos, 2,000 legionarios franceses y 2,000 marinos franceses.
Los datos de los últimos cinco conflictos enumerados están tomados de las Guías Históricas contenidas en el capítulo VI del portal De Re Militari, que se define como un punto de encuentro y comunicación para aficionados a la Historia Militar.
De épocas mucho más recientes tenemos las guerras de Afganistán e Irak para compararlas con nuestros muertos.
Pues bien, del año 2001 a la fecha han perecido en Afganistán 147 mil personas tras las luchas entre talibanes y el gobierno afgano con sede en Kabul (Euronews, reportaje de Mónica Pinna, 11 de Julio de 2019).
Y en Irak, de 2003 a 2011 (al parecer no existen datos más recientes) habían muerto poco más de cien mil seres humanos, según el informe de Irak Body Count.
O sea que estas dos últimas luchas internacionales que tuvieron en vilo al mundo entero registran daños humanos menores que los padecidos por nosotros.
Por otra parte, como se aprecia sin demasiada dificultad, la Guerra de Texas, el cañoneo y desembarco francés en Veracruz en 1839 (conflicto conocido como la Guerra de los Pasteles), la conflagración con Estados Unidos y las Guerras de Reforma, Intervención e Imperio, juntas, arrojan un total aproximado de cien mil muertos, es decir menos de la tercera parte de los que hoy contamos en nuestro actual e interminable baño de sangre, con la enorme diferencia de que las tres primeras de esas luchas fueron contra un enemigo externo y la última una contienda fratricida con participación extranjera.
En otras palabras, salvo la sangrienta Guerra de Independencia ninguna otra contienda del siglo XIX supera en bajas a las registradas hoy en día en México. Con el agravante de que hoy, por lo menos oficialmente, estamos en paz en el país, es decir no existe una revolución como aquélla ni tampoco una lucha de facciones como las que ensombrecieron después el territorio nacional. Mucho menos, claro está, nos hallamos en guerra contra ninguna potencia extranjera.
(Dejé de lado en este artículo a la llamada Revolución Mexicana puesto que, por un lado preferí destacar las guerras de México con naciones extranjeras y, por otro, ese movimiento armado fue muy definido en sus bandos: revolucionarios contra federales, tanto de don Porfirio primero como de Huerta después; carrancistas contra villistas y zapatistas; delahuertistas contra callistas y obregonistas, aunque esto último ya en la década de los veinte. Hubo, pues, una revolución en marcha y en toda forma, con facciones prácticamente delimitadas. Nada de eso sucede hoy en México, donde no hay movimiento armado alguno contra el gobierno o contra equis o zeta grupo igualmente armado)
¿Quién ha matado a esos 370 mil o más mexicanos en los últimos años?
Vergüenza da decirlo: OTROS MEXICANOS, no yanquis, no franceses, no españoles, no austriacos. Nadie nos ha invadido y nuestras bajas parecieran producto de una devastadora ofensiva contra nuestro país procedente del exterior. La crueldad con la que se ha asesinado es de suyo inaudita: apuñalados, quemados vivos, sepultados, también vivos, en fosas, estrangulados, golpeados hasta la muerte, encostalados, encajuelados…
Y tampoco se ha respetado a nadie: familias enteras han sido brutalmente masacradas. Mujeres, niños, bebés, ancianos, discapacitados…
Ni en sus peores momentos se portaron de ese modo los combatientes del siglo XIX en México. Vamos, ni siquiera el ejército estadunidense del General Winfield Scott en 1847, ni el Cuerpo Expedicionario Francés que pretendió apuntalar el trono de Maximiliano. Cierto que hubo abusos de yanquis y galos, pero ni remotamente del calibre de los que vemos hoy en día.
El mexicano se ha vuelto cruel, sanguinario, insensible, salvaje, despiadado, brutal…
Y lo peor es que no se ve cómo México vuelva a ser la patria generosa que siempre fue con sus hijos, con tropezones y vaivenes, pero siempre enhiesta y sonriente.
¡¡Que la Divina Providencia se apiade de nuestro pobre país!!