—IV—
Por: Luis Reed Torres
Ahora bien, ¿cómo describen físicamente sus contemporáneos a Karl Marx –dominado por una «potencia demoniaca» al decir de su propio padre, que le hacía, entre otras cosas, despreciar y odiar profundamente a iberoamericanos, eslavos, negros, balcánicos, etcétera– y qué impresión les causaba socialmente? Veámoslo a continuación en este párrafo de Karl Peter Heinzen, hombre de extrema izquierda que sirvió a Marx gratuitamente como secretario durante algún tiempo:
«Era pequeño y enclenque, de pelo negro como el carbón y tez amarillenta. La frente muy alta y los ojos salientes. En sus ojos oscuros, pequeños y miopes, brillaba una llama de inteligencia y malicia. Cuando leía tenía que acercar mucho el papel a los ojos (…) Poseía una inteligencia asombrosamente aguda, pero también era un intrigante y mentiroso (…) Sólo deseaba explotar a los demás. Le movía más la envidia a los otros que su propia ambición».
Marx era, además, particularmente moreno; tanto que sus amigos le llamaban «el moro». «Nadie en su sano juicio –hace notar Nathaniel Weyl– pensaría que la fisonomía de Marx era la de un alemán (…) Aunque ciertamente su tipo no era negro, la apariencia de Marx era más negroide que la de Lasalle» (Weyl, Nathaniel, Karl Marx, Racista, México, Lasser Press Mexicana, S. A., 1981, 312 p., p. 78).
Y un observador prusiano que visitó su casa en el otoño de 1852, dejó anotada la siguiente descripción, condescendiente a ratos, que vio la luz en 1921:
«Ultimamente no se afeita, nada en absoluto. Sus ojos, penetrantes y apasionados, tienen un no sé qué de siniestramente diabólico. La primera impresión que le causa a uno es la de un hombre de genio y energía. Su superioridad intelectual ejerce un poder irresistible sobre lo que le rodea.
«En la vida privada es un ser extremadamente desordenado y cínico, y un mal anfitrión (…) El lavarse, asearse y mudarse de ropa son cosas que hace muy de tarde en tarde (…) No tiene hora fija para acostarse ni para levantarse. Es frecuente que se pase la noche en vela; luego, al mediodía, se acuesta, completamente vestido, en el sofá y duerme hasta la noche, sin que le estorbe que el mundo entero entre y salga de la habitación.
«En todo el departamento no hay un solo mueble limpio y sólido. Todo está roto, destrozado, desgarrado; todo con media pulgada de polvo encima y en el mayor desorden. En el centro del salón hay una mesa grande, a la moda antigua, cubierta por un hule; sobre ella reposan manuscritos, libros y periódicos, así como los juguetes de los niños, los harapos y andrajos de la cesta de costura de la esposa, varias tazas con los bordes rotos, cuchillos, tenedores, lámparas, un tintero, copitas, pipas de arcilla holandesas, cenizas de tabaco (…), en una palabra, todo revuelto y todo en la misma mesa. Un vendedor de artículos usados se avergonzaría de expender una tan notable colección de zarandajas.
«Al entrar en la habitación de Marx –continúa el pormenorizado relato– ,el humo de la estufa y el del tabaco le ponen a uno los ojos llorosos hasta tal punto que por un momento parece como si anduviera a tientas por una caverna; mas paulatinamente, a medida que se acostumbra a esa niebla, logra divisar ciertos objetos que destacan de la calígene circundante. Todo está sucio y cubierto de polvo, de tal forma que el sentarse se convierte en una empresa absolutamente peligrosa. Aquí hay una silla con sólo tres patas; en otra silla, los niños juegan a guisar (…) y da la casualidad que esa silla conserva las cuatro patas. Es la silla que le ofrecen al visitante, aunque sin quitar el guiso que hacían los niños; si uno se sienta pone en peligro los pantalones. Pero ninguna de esas cosas conturban a Marx ni a su esposa. Lo reciben a uno de la manera más amistosa, y con toda cordialidad le ofrecen pipas y tabaco y lo que el azar haya querido que tengan; y al cabo de unos momentos se traba una conversación animada y agradable que compensa todas las deficiencias domésticas, con lo cual la incomodidad resulta tolerable. Finalmente, uno se habitúa a la compañía y la encuentra interesante y original. Este es un cuadro veraz de la vida del jefe comunista Marx» (Payne, Robert, Marx, Barcelona, Editorial Bruguera, S. A., 1969, 528 p., pp. 222-223).
Por su parte, Arnold Ruge, también pensador de extrema izquierda que financió algunas obras de Marx aunque luego se distanció de él, se expresó de este modo:
«Marx se dice comunista, pero es un egoísta fanático. Me persigue como ‘librero’ y ‘burgués’ (…) Estamos a punto de convertirnos en enemigos mortales; y yo, por mi parte, no conozco otra causa más que el odio que me tiene, realmente del peor gusto. Parecía desear la destrucción de todo recuerdo sobre nuestra relación pasada, por crearle dificultades la interrupción de mi ayuda, viendo que estaba equivocado respecto de mi situación financiera (…) Para todo esto no conozco más causa que el odio y la locura de mi adversario. (…) Mostrando sus dientes y riendo sarcásticamente, Marx destroza a todo aquel que le cierra el paso».
Y el investigador Julien D’ Arleville resume del modo siguiente la descripción física de Marx, tras cotejar lo que sobre el particular anotaron sus contemporáneos:
«Aquel Marx bajito, de tan cortas piernas; chata y ancha nariz, de tez morena tirando a negra, de ahí su apodo familiar de ‘el moro’; su pelo espeso, rizado en espirales, cual retorcidos alambres, crispado siempre; con aquellos ojos negros asomando por las rendijas de los párpados a causa de su miopía; pero brillando siempre con algo de mefistofélico, irónicos, despreciativos, conmiserativos, y ya de joven denunciando sus desarreglos hormonales, pelos y pelos en matojos, aquí o allá, en la nariz, en las orejas, en las muñecas, en los pómulos; todo unido a su sardónica mirada; y subrayando el desprecio y el odio que rezumaba, su belfo grueso, caído, móvil, pronto para la mueca despectiva. Y, sobre todo, su sonrisa brillando con cinismo, altanería y vilipendio, dejando ver el blanco brillo de unos dientes y colmillos de caníbal» (D’ Arleville, Julien, Marx, ese Desconocido. La Desastrosa Historia del Fundador del Comunismo, Barcelona, Ediciones Acervo, 1972, 189 p., p. 118).
Tal era la envoltura carnal del hombre que despreciaba y consideraba inferiores a mexicanos e iberoamericanos en general, a negros, eslavos y balcánicos…
Aquella «potencia demoniaca» que habitaba el corazón de Marx –según escribía, alarmado, su propio padre el año 1837– se extendía también al trato directo con sus interlocutores, quienes percibían con claridad su odio, su prepotencia, su envidia y su intolerancia, que le convertían en un conversador francamente insoportable, según anotó, entre otros, Carl Schurz, revolucionario alemán formado en la Universidad de Bonn, que lo conoció y lo trató y que posteriormente emigró a Estados Unidos donde ocupó importantes cargos. Así, Schurz refiere en estos términos la desilusión que Marx le causó luego de escucharle durante una asamblea celebrada en Colonia el año 1848:
«Jamás he visto a otro hombre que se portase de un modo tan provocador e intolerable. A ninguna opinión que difiriese de la suya le concedía siquiera el honor de una consideración condescendiente. A todo el que le contradecía le trataba con abyecto desprecio; a todo razonamiento que no le gustase replicaba bien mofándose cáusticamente de la enorme ignorancia de quien lo hubiera expuesto, bien con ultrajantes difamaciones respecto a los motivos de la persona que lo hubiese expresado» (Schurz, Carl, The Reminiscenses of Carl Schurz, Volumen One, 1829-1852, New York, Doubleday, Page and Company, 1913, 405 p., pp. 138-139. La autobiografía de Schurz abarca tres volúmenes).
Schurz, a quien le habían hablado mucho de Marx y quien esperaba escuchar a un personaje de elegantes maneras académicas y revestido de profundos conocimientos, se encontró sin embargo con un individuo dominador e intransigente que le provocó una impresión por demás desagradable, cuyo juicio redondeó de esta manera:
«Recuerdo muy distintamente el tajante desdén con que pronuncia la palabra ‘burgués’; y de ‘burgués’ –es decir de detestable ejemplo de la degeneración mental y moral más profunda– para acusar a quienquiera que tuviese la osadía de oponerse a su modo de pensar. Por supuesto, las proposiciones presentadas o defendidas por Marx en aquella reunión fueran rechazadas por los votos de los demás, porque todos los que se habían sentido heridos por su conducta se inclinaban a dar su apoyo a todo lo que Marx no recomendase. Se veía claro que no sólo no había conquistado ningún partidario, sino que había repelido a muchos que de otro modo se habrían convertido en correligionarios suyos».
Y concluye Schurz con esta aguda reflexión:
«De este encuentro llevé a casa una importante lección: todo aquel que aspire a ser líder y maestro deberá tratar de aceptar o por lo menos escuchar las opiniones de los que le escuchan. Aun la mente más privilegiada perdería influencia sobre los demás si trata de humillarlos con constantes demostraciones de superioridad. El político deberá, para alcanzar el éxito, ganarse al ignorante que busca apoyo en él, pero no con condescendencia o altanería, sino con simpatía» (Ibidem).
En la próxima entrega continuaré presentando testimonios similares sobre la verdadera personalidad de Karl Marx, muy alejada de la que la propaganda comunista ha querido arroparle a través del tiempo…
(Continuará)