—V—
Por: Luis Reed Torres
Continúo aquí la antología testimonial que sobre Karl Marx y Friedrich Engels dejaron importantes contemporáneos suyos que les conocieron y trataron y que dista ciertamente de la idea generalizada de un par de tipos humanistas profundamente preocupados por sus semejantes.
El exiliado ruso Pavel Annenkov, crítico literario y revolucionario de izquierda, autor, entre otros trabajos de The Extraordinary Decade: Literary Memoirs, comparte, como todos los personajes que he venido citando en entregas anteriores, la pésima imagen que enmarcaba la figura de Marx cuando trataba de imponer dogmáticamente sus ideas a quienes le escuchaban:
«Con su espesa melena negra sobre la cabeza, sus manos vellosas y su levita mal abotonada, daba la impresión de alguien que tiene el derecho y el deber de imponer respeto, cualquiera que fuera su aspecto e hiciera lo que hiciera. Sus maneras desafiaban las formas más elementales del trato social y eran altivas y casi desdeñosas. Su aguda voz metálica se ajustaba notablemente bien a sus veredictos, pronunciados constantemente por hábito contra hombres y cosas.
«Ya en aquel tiempo, Marx hablaba invariablemente en forma de sentencia sin apelación» (D’Arleville, Julien, Marx, ese Desconocido. La Desastrosa Historia del Fundador del Comunismo, Barcelona, Ediciones Acervo, 1972, 189 p., p. 120).
El propio Annenkov redondeó su juicio sobre Marx de esta manera:
«Un hombre enérgico, con fuertes convicciones e inquebrantable fuerza de voluntad, de movimientos torpes pero atrevidos, desmañanado y falto de modales, de voz metálica, tono áspero y juicios severos sobre las personas y las cosas» (López Alcañir, Vladimir, Karl Marx: de Rebelde a Revolucionario, Historia, National Geographic, 4 de mayo de 2018, p. 8).
Y Mikhail Bakunin, fundador del anarquismo revolucionario europeo moderno y quien también trató a Marx, escribió, significativa e ilustrativamente, que era «vano en extremo, pendenciero, tan intolerante como Jehová, el Dios de sus padres y, como él, morbosamente vengativo» (Griffiths, Sir Percival, La Filosofía Acomodaticia del Comunismo, México, Editorial Limusa Wiley, S. A., 1964, 340 p., p. 23).
Escribió igualmente que Marx era un intelectual preparado y que lo respetaba por sus conocimientos y por su lucha por el proletariado, «aunque siempre iba mezclada de vanidad»; agrega que su conversación era ingeniosa «cuando no se inspiraba en pequeños odios, lo que, por desgracia, sucedía con demasiada frecuencia. Nunca hubo una franca intimidad entre nosotros dos: nuestros temperamentos no lo permitirían. Me llamaba idealista sentimental y tenía razón; yo le llamaba vano, pérfido y astuto, y yo también tenía razón». Y al ocuparse de Engels, el propio Bakunin anota que no era tan erudito como Marx, pero «era más práctico y no menos inclinado a la calumnia, la mentira y la intriga políticas. Juntos fundaron una sociedad secreta de comunistas alemanes o socialistas autoritarios» (Dolgoff, Sam, La Anarquía Según Bakunin, Barcelona, Ariel-Planeta, 2017, 449 p., pp. 15 y 16. Anotaciones de James Guillaume, amigo y compañero de armas de Bakunin).
Al realizar la comparación entre Marx y Proudhon, Bakunin dijo que éste siempre fue «un idealista incorregible» con muchos aciertos y varias fallas, en tanto que el primero «carece del instinto de libertad. Sigue siendo de pies a cabeza un autoritario» (Ibidem, pp. 16 y 17).
Y cuando tiempo después volvió a encontrarse con Marx y su círculo en Bruselas, Bakunin escribió asqueado a su amigo Georg Herwegh, reconocido poeta alemán:
«(…) Bornstadt, Marx, Engels –en especial Marx– envenenan la atmósfera. La vanidad, la malevolencia, los chismes, las pretensiones y las jactancias en la teoría y la cobardía en la práctica. Disertaciones sobre la vida, la acción y el sentimiento (…) y una completa ausencia de vida, de acción y de sentimientos. Repulsivos elogios de los trabajadores más avanzados y charla vacía. Según ellos, Feuerbach (Ludwig Andreas Feuerbach, filósofo, antropólogo y biólogo alemán, paréntesis de Luis Reed Torres) es un ‘burgués’, y el epíteto ‘burgués’ es voceado ad náuseam por gente que son de pies a cabeza más burgueses que cualquiera en una ciudad de provincia; en suma, idioteces y mentiras, mentiras e idioteces. En semejante ambiente nadie puede respirar con libertad. Me mantengo alejado de ellos y he declarado abiertamente que no acudiré a su Kommunistischer Handwerkerverein (Sociedad de Sindicatos Comunistas) y que no tendré nada que ver con esa organización» (Ibidem, p. 17).
Aseveró igualmente el líder anarquista:
«(…) el señor Marx no creía en Dios, pero creía profundamente en él mismo. Su corazón no estaba lleno de amor, pero sí de rencor. Era poco benevolente con el hombre y se ponía furioso e infinitamente más rencoroso que Mazzini (Giuseppe Mazzini, político y activista que tuvo activo papel en la formación y unificación de Italia, paréntesis de Luis Reed Torres) cuando alguien ponía en tela de juicio la omnisciencia de la divinidad que él adoraba, es decir el señor Marx» (Ibidem, pp. 292 y siguientes).
(Las encíclicas «Qui Pluribus», de Pío IX; «Quod Apostolici Mineris», de León XIII; «Ad Beatissimi», de Benedicto XV; y «Quadragesimo Anno» y «Divini Redemptoris», de Pío XI, condenaron específicamente el marxismo por sus enunciados doctrinarios materialistas y contrarios al derecho natural. En 1937, Pío XI lo definió como «intrínsecamente perverso», en tanto que en 1949 el Papa Pío XII decretó la excomunión contra todo católico colaborador del comunismo. Sin embargo, todo esto ha dejado de operar en virtud de la profunda infiltración de la llamada «teología de la liberación» y teorías de «globalización» en los más elevados e insospechados círculos eclesiásticos)
Complementa el retrato de Marx el exteniente Gustav Techow, un militar que simpatizó con los revolucionarios de 1848 y aun se pasó a ellos. Con fecha 26 de agosto de 1850 escribió desde Londres una carta a sus camaradas en Suiza, en la que reportaba el resultado de una larga conversación con Marx, quien intentaba atraérselo para contrarrestar la influencia de August von Willich, otro oficial prusiano revolucionario perteneciente al Comité de la Liga Comunista –junto con Marx– y al cual se había designado para mandar el futuro «Ejército Revolucionario» en otra revuelta que se creía inminente. En otras palabras, Marx quería capitalizar con la persona de Techow los futuros frutos de la revolución, si bien era necesario desplazar al grupo de Willich, tanto más cuanto que éste no era personalmente demasiado allegado a la figura de Marx.
La misiva que, repito, tiene fecha de 26 de agosto de 1850, reviste extraordinaria importancia porque pinta a Marx de cuerpo entero e incluye sintéticamente y con exactitud las diversas manifestaciones características de Marx que han aparecido parcialmente en otros retratos de él elaborados, como ya ha quedado aquí asentado a lo largo de ésta y de anteriores entregas, por diversos interlocutores.
Será menester, pues, reproducir casi íntegramente la carta que Techow envió a los revolucionarios en Suiza, tanto más cuanto que, de otra forma, quedaría trunca la esencia de la personalidad del autor del «Manifiesto Comunista».
Dice así Techow:
«Primero bebimos oporto, luego un clarete, que es burdeos rojo; después, champaña. A continuación del clarete, Marx se hallaba completamente borracho. Esto es lo que yo buscaba exactamente, porque así se volvería más franco de lo que seguramente hubiera sido en otro caso. Y así descubrí la verdad, que de otro modo habría quedado en meras suposiciones. Pero, a pesar de su borrachera, él dominó la conversación hasta el último momento.
«La impresión que me causó fue la de una persona dotada de una extraña personalidad muy singular. Si su corazón lo hubiera tenido a la misma altura que su inteligencia, y si hubiese tenido tanto amor como tenía odio, yo habría desafiado el fuego por él; incluso, a pesar de que al final me expresó el franco y absoluto desprecio que le merezco, insinuado antes incidentalmente, Marx era el primero y el único entre nosotros a quien yo confiaría la jefatura; porque es un hombre que nunca se pierde en cuestiones mínimas y sólo se ocupa de asuntos trascendentales.
«Sin embargo, es cosa lamentable, dados nuestros objetivos, que este hombre, con su claro intelecto, carezca en absoluto de nobleza de alma. Esto convencido de que todo cuanto de bueno pudiera existir en él, lo ha devorado una ambición personal peligrosísima.
«Se ríe de los tontos que repiten como loros su catecismo proletario –continúa la ilustrativa y reveladora misiva del exoficial–, y también se mofa de los comunistas a lo Willich y de la burguesía. Las únicas personas a las cuales respeta son a los aristócratas, a los auténticos, a aquellos que tienen plena conciencia de su aristocracia. A fin de impedir que tales aristócratas gobiernen, necesita poseer una fuente de poder únicamente suya que sólo puede hallar en el proletariado. Por consiguiente, ha confeccionado un sistema a la medida de los proletarios. Y, a pesar de las muchas protestas de lo contrario, yo he sacado la impresión de que el objetivo de toda su empresa se cifra en conquistar para sí mismo el poder personal.
«Engels y todos sus antiguos asociados, a pesar de sus dotes, muy reales, son muy inferiores a Marx, y si osaran olvidarlo por un momento, él sabría colocarlos en el puesto que les corresponde con desvergonzada insolencia, muy digna de un Napoleón» (D’Arleville, Marx, pp. 121-122. También en Ebeling, Richard, Karl Marx, the man Behind the Communist Revolution, Future for Freedom Foundation. Moses Hess, uno de los fundadores de la Liga de los Comunistas, también aludía a la inclinación de Marx por exigir una sumisión personal absoluta).
Es tan clara, tan contundente, esta descripción de los verdaderos sentimientos que anidaban en el alma de Marx, que prácticamente no requiere casi de un profundo o sesudo análisis. De hecho, todos los pensadores, escritores y revolucionarios que le trataron confirman, virtualmente sin excepción, que Karl Marx estaba poseído de un odio generalizado hacia el ser humano. Así lo dicen, categóricamente, Karl Heinzen, quien fue su secretario; Arnold Ruge, editor de extrema izquierda que financió la obra de Marx «Los Anales Franco-Alemanes»; Carl Schurz, revolucionario alemán que en un principio esperaba con avidez las palabras de Marx, pero que de inmediato se desilusionó; Pavel Annenkov, revolucionario ruso y exiliado que se impresionó por la ligereza de Marx al insultar «por hábito» a hombres y a cosas; Mikhail Bakunin, quien le reprochaba su pretensión de creerse un dios, a pesar de que el propio Bakunin era un ateo militante; y hasta su propio padre, Heinrich Marx, quien escribió llanamente que su hijo estaba poseído por una «potencia demoniaca».
Empero, es el propio Marx con sus escritos reproducidos parcialmente a lo largo de este trabajo, quien nos entrega el retrato más acabado de su personalidad.
De otra parte, no resulta menos importante apreciar con claridad la sangrienta burla de que Marx hacía víctima al proletariado al no creer en lo que él mismo pregonaba, sino en pretender aprovecharse de ese conglomerado para instaurar, a su vez, una feroz dictadura en la que él sería la cabeza principal, y de hecho la única, dada su tendencia a desplazar a todo aquel que de alguna manera le hiciese sombra. Por eso el citado Annenkov le calificaba de «dictador del proletariado». Marx, pues, sabía que todo su andamiaje supuestamente económico, filosófico, humanístico, político e ideológico no pasaba de ser una serie de lucubraciones –ora capciosa y vistosamente presentadas; ora oscura y farragosamente expuestas– de imposible aplicación –a no ser por la fuerza, claro–. Por lo demás, dejaba intacta en su esquema mental –¡quién lo dijera! — su profunda admiración y respeto a la aristocracia, sin perjuicio de que, a la vez, pugnase por destruirla para reemplazarla como dirigente en la conducción de las naciones.
Por otro lado, si bien a la muerte de Marx cambiaron en mínimo porcentaje las ideas de Engels, éste jamás dejó de secundar, como ya se vio, los odios y las fobias de Marx. En otras palabras, no osó olvidar quién era el maestro como podría haberlo supuesto Techow en su carta ya reproducida.
De ahí que, en 1849, Engels escribiera en el Neue Rheinische Zeitung que el destino de los pueblos eslavos y balcánicos era «perecer inmediatamente en la tormenta revolucionaria mundial»; y que años después, ya muerto Marx, continuara clamando que «aquellos fragmentos miserables o ruinosos de naciones más antiguas, servios, búlgaros, griegos y otras bandas de ladrones que se envidian unos a otros hasta el aire que respiran, debieran cortarse mutuamente la garganta».
¿Queda algo por decir después de todo lo anotado sobre el verdadero pensamiento y la auténtica personalidad de Marx y Engels?
En efecto, algunas cuestiones más que abordaré en la próxima entrega…
(Continuará)