Por: Voniac Derdritte
Ocho inviernos han transcurrido desde la primera vez que mis oídos tuvieron el privilegio de escuchar al Profesor Salvador Borrego, quien en dicho día protagonizó un tributo a Porfirio Díaz en la Casa de la Cultura Azcapotzalco. Yo, a pesar de ser un joven inquieto, rebelde, inmaduramente soberbio y escéptico, no pude resistirme ante la elocuencia, lógica y congruencia que el Maestro nos obsequiaba al honrar a dicho héroe mexicano. No obstante su edad avanzada, sus comparaciones políticas, económicas y sociales, entre el pasado y el presente de México, por supuesto, épocas no sólo estudiadas, sino vividas por él, ofrecían una ventana de realismo explicativo que hacía eco de lo que mis ignorantes ojos apreciaban todos los días en las calles, pero que debido a la carencia de datos, aún no alcanzaban a comprender. El Profesor Borrego, sin duda, fue la llave a un mundo fascinante y desconocido para mí: el del revisionismo histórico. Tan estupefacto quedé ante el contraste de su frágil semblante, pero inigualable e imponente intelecto, que al terminar la conferencia, no pude más que levantarme a aplaudir, junto a todos los demás presentes. Él, una vez habiendo descendido del escenario, pasó a caminar por un pequeño corredor central que formaban las decenas de sillas, con dirección a la salida del auditorio. Yo, un joven avalentonado, acostumbrado a no sentir el más mínimo respeto por sus profesores de la preparatoria y universidad, no me atreví ni siquiera a saludarlo, mucho menos a agradecerle por la conferencia. ¿Por qué? Porque ese día, me di cuenta de lo que en verdad era un profesor, un intelectual, un sabio, y en contraste, de lo insignificante que era yo en comparación con él. No lo saludé, no le agradecí, simplemente porque yo no era digno de él. Ese día, yo me transformé en un soldado de la Resistencia, ¿y qué podía ser un simple recluta ante un Mariscal de Campo? Nada. Simplemente, nada.
Los meses continuaron, y mis estudios también. Derrota Mundial, Infiltración Mundial, Alemania pudo vencer, Globalización, Arma Económica, y muchos otros títulos pasaron por mis manos, paralelamente a mi asistencia a cada una de sus conferencias, hasta que un día, en alguna de sus cátedras, me atreví a alzar mi mano y hacer una pregunta. No rememoro cuál fue ésta, pero sí recuerdo el temblor de mis manos mientras la realizaba. El nerviosismo me inundaba. El joven soberbio, por primera vez en su vida, sentía miedo de preguntar una estupidez, y el sudor en mis manos era testigo de ello. El Profesor la respondió y la adrenalina embriagó mis sentidos. Podía escuchar mi corazón latir, y la felicidad de haber tenido un intercambio oral con él me poseyó. Seguramente para él haya sido algo rutinario e intrascendente, pero para mí, fue lo más importante, memorable y glorioso de la jornada. Tanto así, que de dicho día no recuerdo más.
Pasaron algunos años, y mis lecturas e investigaciones en línea se volvieron cada vez más profundas y más complejas, y aunque era evidente que mi conocimiento y preparación en el revisionismo aumentaban exponencialmente, nunca, y repito, nunca, me sentí completamente digno de la presencia de mi Profesor, limitándome siempre y únicamente a saludarlo y a agradecerle por sus nuevas obras y cátedras, y en mis momentos de mayor valentía, a pedirle un autógrafo y aprovechar el momento para que mi mujer me tomase alguna fotografía con él. Cualquier otra interacción habría sido excesiva a mis ojos. Simplemente, sin importar lo mucho que yo estudiase y creciese intelectualmente, cuando me acercaba a él, en mi alma sabía perfectamente que yo seguiría siendo insignificante a su lado, y ello, no sólo nunca me causó molestia, sino que siempre me sirvió de inspiración para seguir aprendiendo, leyendo, y estudiando.
El tiempo siguió su paso, la edad de mi Maestro avanzó, su cuerpo continuó su deterioro, pero su intelecto, lucidez y capacidad de análisis, se mantuvieron intactos, firmes como faros de luz, inamovibles ante el impacto de las olas de la vejez. Arribó entonces uno de los honores más grandes de mi vida, que no fue otro que el de tomar clases con él. No obstante que en esa época mi conocimiento sobre la Segunda Guerra Mundial era vasto ya, siendo yo mismo profesor de historia, sus cátedras, junto a las de su sucesor y heredero intelectual, el Profesor Luis Reed, eran para mí, no más sólo cursos, sino símbolos de la maestría y dominio intelectual que yo deseaba (y que aún ambiciono) para mí mismo. Fue en esa época que los dioses me otorgaron la oportunidad de permanecer con el Profesor Borrego, a solas, alrededor de diez minutos. Había finalizado una de sus cátedras y su leal secretaria y amiga, la Señora Rosaura Tapia, me encomendó acompañar al Maestro mientras ella iba por su automóvil para poder llevarlo a su casa. El Profesor yacía sentado en uno de los asientos de la sala, por lo que súbitamente decidí acomodarme a su lado e iniciar mi primera y única conversación que tuve con él, la cual, se centró en detalles de la Operación León Marino (el proyecto de invasión de Gran Bretaña por parte del Reich durante la Segunda Guerra Mundial). Después de un breve intercambio de opiniones, cerré el tema preguntándole lo siguiente: “Profesor, ¿podemos concluir entonces que la invasión de Inglaterra, de desearla Hitler, habría sido viable?” A lo que él, asintiendo con la cabeza y con una firmeza y pasión en sus ojos que siempre recordaré, respondió: “¡Era viable!”. Si realmente la operación era viable o no, carece de importancia. Ante mí yacía un hombre de cien años, que con enérgico fuego en la mirada, afirmaba con la seguridad del Mariscal de Campo intelectual que él era. Y fue en ese momento, que yo, un simple Capitán revisionista, me dije a mí mismo: “Yo, a este hombre, en otra época, lo habría seguido al mismo fin del mundo”.
Hoy ese mismo hombre, ese mismo Mariscal de Campo del revisionismo histórico, dueño de mi más profunda admiración, lealtad y reconocimiento, se encuentra en los cielos sentado junto a los Grandes de la Historia, observándonos a nosotros, sus fieles soldados, y a través de su obra intelectual, guiándonos aún hasta la Victoria Final. De cierta forma, el Maestro Salvador Borrego nunca fallecerá, pues si bien es cierto que todos nacemos siendo meros hombres, también lo es que sólo algunos, como él, arriban al salón de los Grandes como héroes inmortales. La gloria de los hombres no está en lo perecedero de su carne y de sus huesos, sino en su intelecto, carácter y principios; en la huella que ellos dejan en este mundo y en el miedo que sus nombres infunden en los hijos de la obscuridad. El Maestro de maestros es el eterno monumento a esa verdad.
Vivimos hoy una nueva era, en la que el cuerpo del Profesor Borrego ya no está más entre nosotros, y no obstante, el fuego de su espíritu, la solidez de su intelecto, aún permanecen. La antorcha de la diosa de la Verdad ha sido heredada, y nosotros, la nueva generación de soldados, no sólo hemos de limitarnos a preservar su llama, sino que dedicaremos nuestras vidas a incendiar este mundo ignorante con ella, a purgarlo de las mentiras que lo acosan y a purificarlo de las tinieblas que lo dominan. El Maestro Borrego puede descansar en paz, pues su causa no muere con él, sino que ésta, llegará a su clímax con nosotros.
Venerado Profesor, Usted nos guio durante más de un siglo, y hoy, con su último suspiro nos ha regalado la oportunidad de emular su gloria, y algún día, finalmente…ser dignos de Usted.