–VI–
Por: Luis Reed Torres
Después de todo lo escrito hasta aquí, hay algo que debe quedar claramente asentado: la inmensa mayoría de quienes se dijeron o se dicen comunistas no ha leído jamás, por lo menos en forma más o menos detenida el «Manifiesto Comunista», ni el fárrago aquel que responde al nombre de El Capital, ni la «Miseria de la Filosofía», ni ningunos otros escritos tanto de Karl Marx como de Friedrich Engels. De haberlo hecho concienzudamente, esas personas habrían dejado de ser comunistas; o bien, de haber persistido en sus ideas, se convendrá en que, por lo menos, albergan en su interior una considerable dosis de masoquismo. En todo caso pertenecerían a la legión de «tontos útiles» –como Lenin los calificaba– que sólo de oídas conocen el marxismo.
Sobre el particular, Nathaniel Weyl asienta lo siguiente:
«En realidad son muy pocos los socialistas y comunistas que verdaderamente se toman el trabajo de leer lo que Marx y Engels han escrito. Es posible que lean los pasajes más conmovedores del Manifiesto Comunista. Quizá podrán serles familiares algunas de las elocuentes denuncias de Marx sobre el trabajo desempeñado por niños en aquellas viejas minas inglesas de la época victoriana y en los ‘oscuros, satánicos molinos’ que atormentaron a William Blake (poeta, pintor y grabador británico, considerado por muchos como el mayor artista que ha producido Gran Bretaña, paréntesis de Luis Reed Torres). Cualquiera que lea estos pasajes llegará a la conclusión de que Marx y Engels se identificaban con la clase trabajadora y que lucharon apasionadamente por mejorar su destino. Hasta la fecha no existen evidencias de que Marx se preocupara lo suficiente por las condiciones en las que tenían que desarrollar sus labores los trabajadores, como para tomarse la molestia de visitar una fábrica. Podría ser que aquí surgiera un pequeño inconveniente, ya que Engels era propietario de un molino en Manchester. Los biógrafos no han encontrado evidencia alguna de que Engels usara su posición para mejorar la situación de sus propios trabajadores» (Weyl, Nathaniel, Karl Marx, Racista, México, Lasser Press Mexicana, S.A., 1981, 312 p., p. 25. Si bien Marx reflexionó adecuadamente en su tiempo en cuanto a que las máquinas privaron a los proletarios de todo atractivo y carácter personal en su trabajo, así como en relación a la reducción del salario del trabajador, no es menos cierto que pasó por alto que en el futuro aquellas sentencias carecerían de validez dentro de la moderna sociedad capitalista. En consecuencia, constituye un punto fundamental y enteramente falso haber dejado asentados en el Manifiesto Comunista como verdades eternas e inmutables lo que sólo eran circunstancias locales y transitorias).
Por su parte, el investigador Julien D’Arleville aborda también este asunto del desconocimiento que se tiene de lo escrito por Marx:
«Marx, insignificante pensador, ignorado y despreciado por la historia del pensamiento desde sus primeros escarceos de 1843 hasta 1917; durante 74 años, en absoluto; bastantes más, prácticamente hasta 1945, como por ensalmo, deviene Maestro de los maestros.
«No exageramos: incluso entre la mayoría de sus sectarios, la mayoría del grupo intelectual también, Marx es el perfecto desconocido, y muchos de los intelectuales que se titulan ‘marxistas’ no han leído al Maestro; todo lo más el Manifiesto y algunas síntesis, paráfrasis o glosas, guardando solamente en sus memorias para la tribuna ciertas frases lapidarias suyas» (D’Arleville, Julien, Marx, ese Desconocido. La Desastrosa Historia del Fundador del Comunismo, Barcelona, Ediciones Acervo, 1972, 189 p., p. 12).
Y el ya citado Weyl redondea de esta manera sus observaciones sobre la forma en que los adoradores del totalitarismo moderno han seducido a considerable cantidad de gente merced a una machacona propaganda:
«Una ironía y paradoja final de la carrera de Marx es que en la actualidad es visto por millones como un sabio y visionario, un profeta del futuro, un internacionalista y un amante de la humanidad, el redentor de los oprimidos injuriados, un santo secular cuyo concepto glorioso del futuro del hombre puede y debe relacionarse con el cristianismo y el humanismo moderno» (Weyl, Karl Marx…, p. 28).
Sobre este punto en particular, el doctor Andrés Ruszkowski, director que fue del Seminario de Sociología del Instituto Riva-Agüero, de Lima, Perú, reflexionaba con este párrafo:
«¿Cómo se puede explicar, dado este carácter simplista, que una cantidad de eminentes científicos, artistas o políticos, se hayan dejado seducir por el comunismo? La respuesta más lógica es que o no conocían el aspecto auténtico, completo, de esta ideología, o se dejaron arrastrar por las emociones y pasiones despertadas por el mensaje comunista hasta perder, frente a él, su habitual capacidad crítica. ¿No es acaso revelador el hecho de que apenas a raíz de la brutal represión de la insurrección en Budapest en 1956, varios simpatizantes del comunismo en el occidente rompieron con él, alegando que no pueden aprobar este tipo de represión como si ésta hubiera sido la primera y como si no hubiera correspondido al programa de los clásicos del comunismo?» ( Ruszkowski, Andrés, El Comunismo, Barcelona, Editorial Herder, 1963, 237 p., pp. 218-219).
Que, por otra parte, Marx fuera sabio y realmente forjador de una tesis, es desmentido por varios distinguidos pensadores de los que, sin embargo, sólo citaré dos como botones de muestra:
En su importante y sintética Historia de la Filosofía (1926), el catedrático Salomón Reinach, arqueólogo y estudioso de la historia del arte, hace notar esto:
«Marx, que no poseía la elegancia ni el talento oratorio de Lasalle, es un escritor oscuro, pesado y desde luego poco original. Sus ideas habían sido expresadas, a veces en los mismos términos, un siglo antes por el inglés William Thompson; él ha tomado también mucho de Saint Simón y de los socialistas franceses».
Y Francesco Nitti, a quien nadie en su sano juicio podría tildar de reaccionario o de fascista –pues se caracterizó precisamente por lo contrario– y que encabezó el gobierno de Italia en la época del Tratado de Versalles, escribió lo que a continuación transcribo, en su ensayo La Democracia –tomo I, 430 p.–, publicado en París el año 1933:
«Nada es original en la obra de Marx, y todo cuanto él escribe está ya en sus predecesores: el antiliberalismo, el materialismo histórico, la lucha de clases, el sobretrabajo y la plusvalía, la crítica del desorden de la producción bajo la forma capitalista y, en fin, la sucesión de las épocas históricas con la victoria final del proletariado, el paraíso perdido y recuperado, todo está en los autores que preceden a Marx, a quienes, siguiendo su método preferido, los insulta tanto cuanto más los asimila (Annenkov, revolucionario ruso, ya había percibido con claridad la irrefrenable tendencia de Marx a injuriar «por hábito a hombres y a cosas», según hice constar en entrega anterior). Lo que hay de nuevo y pujante en la obra de Marx no es la novedad de sus ideas, puesto que él no las tiene nuevas, sino la energía mental con que elabora y coordina concepciones hasta entonces dispersas por todas partes, las cuales él sintetiza en un sistema de lógica hegeliana. Es un esfuerzo para renovar viejas hipótesis y antiguas utopías bajo un nuevo aspecto. Así, se puede afirmar hoy que lo más vivaz y lo más importante en la obra de Marx no son sus elucubraciones doctrinales de carácter económico, ni los absurdos históricos y las pretendidas demostraciones algebraicas, sino solamente el Manifiesto Comunista, en el cual ha creado una ideología política y determinado una mística» (Francesco Nitti escribió La Democracia en dos tomos, Alcan, Librairie Moderne, 1933).
Ahora bien, en relación a la última parte de lo escrito por Nitti, que considera al Manifiesto Comunista como «ideología política», se impone un análisis, así sea sucinto.
Si, como decía Aristóteles, «es evidente que existe una ciencia a la que corresponde indagar cuál es la mejor constitución, cuál, más que otra, adecuada para satisfacer nuestros ideales, cuando no existen impedimentos externos, y cuál se adapta a las diferentes condiciones para ser puesta en práctica», resulta claro que el comunismo distó mucho de ser una ciencia política, puesto que de ningún modo resolvió jamás problema político alguno, ni mucho menos se ajustó a la definición tradicional de política como «arte o ciencia de gobierno», y a la cual Platón denominó «ciencia regia».
Por el contrario, el aherrojamiento de la libertad política en los diversos regímenes comunistas –de unipartidismo y estatismo totales–, impuestos a gran número de naciones tras la inmediata conclusión de la Segunda Guerra Mundial, privó al individuo de satisfacer cualquier inquietud que albergara sobre el particular y no permitió considerarlo ciudadano al cual el gobierno debía servir, sino exactamente al revés: como siervo del estado totalitario, a cuya esfera nada escapaba. Por lo demás, ya se vio anteriormente en el curso de estos apuntes la intensa proclividad de Marx a la intolerancia para con el prójimo, esquema mental que ajustó perfectamente con la forma de gobierno que imperó en las naciones bolchevizadas a partir de 1945.
Por otra parte, si, como ha sido reconocido universalmente, ideología «es el conjunto de ideas que se convierten en los motivos bien intencionados de la conducta del individuo«, el «modo de manifestarse a través de las ideas», (…) el anhelo de mejoramiento, de bien, que mediante la acción afín a un conjunto de ideas busca la realización de sus postulados»; en suma, digo yo, el ideal positivo o de algo bienhechor buscado con afán, queda ampliamente probado que Marx y el marxismo no encajan ni por asomo se aproximan a las definiciones citadas. Por el contrario, los propósitos marxistas de Revolución Mundial –o Nuevo Orden, hoy en día–, tiránicos y dictatoriales, muy poco tienen que ver con el mundo de las ideas. Más que en las ideas, el marxismo se manifestó siempre en el motín, el terrorismo y la subversión para concluir sujetando tanto a los sectores que combatía como a los que decía defender. De ahí que se haya dicho –Annenkov el primero– que Marx no anhelaba la dictadura del proletariado, sino sobre el proletariado.
En cuanto a Marx personalmente tratado, estoy cierto que ha quedado demostrado el verdadero espíritu que siempre le animó –según testificaron numerosos e importantes personajes que le conocieron y le trataron–, particularmente cargado de perversidad y odio, a juzgar por sus propios escritos y por el juicio, repito, que le merecieron sus contemporáneos. Y así resulta con plena nitidez que si hay perversidad no puede haber ideología, a lo sumo un conjunto de ideas, negativas y disolventes, pero jamás una ideología porque ésta busca y pretende un bien común.