Por: Justo Mirón
Ustedes ya saben, mis queridos y fieles lectores, que desde hace tres lustros El Megalómano de Palacio, acuda donde acuda, esté donde esté y párese donde se pare, saca la cara por los pobres. Son su más notoria debilidad y su más acusado interés. Los adora tiernamente, los apapacha amorosamente y los ensalza gozosamente. «Por el bien de todos, primero los pobres», dijo, dice y dirá una y otra y otra vez.
Tal lema constituye su máxima bandera y la ondea a todo orgullo ante delirantes masas, reuniones de gabinete y encuentros o entrevistas coloquiales.
Y la neta del planeta es que no puede uno menos que asombrarse ante semejantes y recurrentes manifestaciones de amor apache frente a los desposeídos, frente a los precaristas, frente a los pránganas, pues. Transfigurado el rostro por la emoción que en tales momentos le embarga (caray, qué bonito me salió esto último, la verdad), El Megalómano de Palacio repite con frenesí que los pobres lo son todo; que nada puede hacerse sin tomarlos en cuenta en primerisísimo lugar; que su presencia en la sociedad resulta de una importancia más extraordinaria que la aparición diaria del sol y de la luna, y que su atención esmerada reviste la máxima prioridad.
Tal sentimiento es sin duda genuino; qué digo genuino: es genuinísimo. Y habrá que reconocerlo sin objeciones, reclamos ni alegativas en manera alguna.
Sí, damas y caballeros, niñas y niños, colegas y colegos (como diría el ilustre letrado que despacha como Subsecretario de Salud): el sentimiento aquel no era fingido (a despecho de la letra de la inmortal melodía Falsaria, interpretada por los recordados y admirados Hermanos Martínez Gil).
Y tan auténtico resulta el amor que le prodiga a los pobres, que El Megalómano de Palacio se ha dedicado, un día sí y otro también, ¡¡a aumentarlos!! Qué digo a aumentarlos: ¡¡a multiplicarlos!!
Los adora tanto que, por ejemplo y entre otras cosas, extinguió el Seguro Popular, que brindaba consultas gratuitas y entregaba medicinas a millones de mexicanos necesitados. Ahora sólo consiguen atención si la pagan, y a duras penas llevan a sus hogares medicamentos obtenidos en los tianguis. A menor precio, pero pagados, claro.
Ya no hay consultas ni medicinas para niños y mujeres afectadas por el cáncer, y basta echar una ojeada a los periódicos para enterarse del mar de denuncias y quejas que ha presentado este sector altamente vulnerable, que se ha visto en la penosa necesidad de vender o empeñar sus pocas pertenencias para intentar comprar los costosos fármacos que combaten su terrible mal.
Por otra parte, al momento de escribir estas líneas, mis fidelísimos lectores, nos enteramos que entre marzo y abril del año en curso se han perdido casi 350 mil empleos. Según dato oficial de la Secretaría del Trabajo y Previsión Social. Y se ha querido achacar esto, así, en su totalidad, a los despidos realizados por los empresarios a raíz de la contingencia por el coronavirus.
Pero mañosamente se oculta que cuando menos la mitad de esos empleos perdidos han sido como consecuencia del desastre económico instrumentado por el gobierno de El Megalómano de Palacio desde antes de la aparición del pinky virus.
Y hoy por hoy, con el grave problema de salud ya encima, se niega todo tipo de asistencia, facilidad, auxilio o como quiera llamarse para que las pymes –es decir las pequeñas y medianas empresas que constituyen la mayor fuente de empleos de la nación-– puedan contar con recursos para no cerrar y preservar así el trabajo de su personal.
Por el contrario, es tanto el amor a los pobres que ha manifestado El Megalómano de Palacio, que habrá pensado en aprovechar esta inmejorable oportunidad de quebrar empresas, perder cientos de miles o quizá millones de empleos y multiplicar el número de pobres en México. Todo sea por el amor a ellos, demostrado así fehacientemente.
Ahora se puede comprender a cabalidad por qué El Megalómano de Palacio dio la bienvenida a la crisis de salud y aseguró que le venía «como anillo al dedo».