Por: Luis Reed Torres
–VI–
Para formalizar el reconocimiento diplomático de Estados Unidos al régimen de Álvaro Obregón, arribaron a México en 1923 los comisionados Charles Beecher Warren y John Barton Payne, de la firma J.P. Morgan, de Nueva York, en tanto que por la parte mexicana los representantes fueron Fernando González Roa y Ramón Ross. Concretamente se convino en que Obregón haría respetar las ejecutorias de la Suprema Corte de Justicia –patrocinadas por el mismo Poder Ejecutivo– a fin de que las empresas continuaran explotando la riqueza petrolera como si fuera una propiedad de las mismas y no de la nación. Al efecto se dio una vuelta al artículo 27 constitucional y se dijo que la Carta Magna no tenía retroactividad. En relación al asunto, en una de las sesiones celebradas entre ambas comisiones, Mr. Warren dijo que ciudadanos americanos habían adquirido grandes extensiones de tierras en México durante la vigencia de las leyes de 1884, 1892 y 1909, y que el gobierno americano sostenía que sus ciudadanos no podían ser privados de sus derechos a esas propiedades, los cuales incluían, como ya quedó asentado en entregas anteriores, la propiedad exclusiva del dueño de la superficie, el petróleo, aceites y combustibles minerales de cualquier forma o variedad contenidos en el subsuelo (Manero Suárez, Adolfo, y Paniagua Arredondo, José, Los Tratados de Bucareli: Traición y Sangre Sobre México, México, s/e, 1958, Tomo I, 285 p., pp. 274 y siguientes).
Asimismo, México renunciaba al Derecho Internacional y se comprometía a pagar indemnizaciones a los ciudadanos estadunidenses que hubiesen padecido perjuicios durante la Revolución, a pesar de que, como ya también dejé asentado, esto era históricamente un atropello. También se acordó que a los mexicanos debería pagárseles una indemnización. Se impediría de ese modo que la formación de ejidos gravitara sobre latifundios extranjeros. A más de eso, los poseedores de tierra extranjeros tendrían a su servicio una comisión especial de reclamaciones y no se verían precisados a recurrir a los tribunales legales. En otras palabras, contarían con un trato preferente sobre los mexicanos toda vez que, sustraídos al engranaje jurídico nacional, comparecerían privilegiadamente ante un tribunal mixto.
Alrededor de este grave caso, don José Vasconcelos asevera que «como los mexicanos y los españoles no estaban amparados por los protocolos ya dichos, resultó que la exención a favor de los americanos no sólo protegió sus tierras, sino que los puso en condiciones de adquirir a vil precio las tierras de los españoles y mexicanos que los vendían, antes de verse desposeídos por los políticos. Esto es precisamente lo que quería el plan Poinsett: la desaparición del español como propietario de la tierra mexicana y, enseguida del español, la desaparición también del propietario mexicano. De suerte que fue Obregón quien dio el primer paso para la total transferencia de la propiedad raíz de México en provecho de los norteamericanos» ( Vasconcelos, José, Breve Historia de México, México, CECSA, Decimosexta reimpresión, 1973, 565 p., p.479).
Así, durante la sesión formal que los comisionados de ambos países sostuvieron a partir de las diez de la mañana el 2 de agosto de 1923 en el número 85 de las calles de Bucareli, se anotó textualmente en el punto cinco lo que sigue:
«Los comisionados americanos han declarado (…) que el gobierno de los Estados Unidos reserva ahora y reservará, en el caso de que se reanuden las relaciones diplomáticas entre los dos países, todos los derechos de los ciudadanos respecto al subsuelo bajo la superficie de tierras poseídas en México por ciudadanos americanos, o en las cuales tengan interés, cualquiera que sea la forma en que lo posean o lo tengan, con arreglo a las leyes y a la Constitución Mexicana vigente antes del primero de mayo de 1917, fecha de la promulgación de la nueva Constitución (…) Los comisionados mexicanos declaran a nombre de su gobierno que reconocen el derecho del gobierno de los Estados Unidos a hacer cualquier reserva de los derechos de sus ciudadanos, o respecto de los derechos de sus ciudadanos» (Manero Suárez y Paniagua Arredondo, Los Tratados de Bucareli…, Tomo II, p. 313. Énfasis de Luis Reed Torres).
Preparadas las minutas secretas de Bucareli el 2 de agosto, recibieron luego el visto bueno de los Presidentes Coolidge –ocupante ahora de la Casa Blanca– y Obregón, y finalmente fueron firmadas por Mr. George T. Summerlin, encargado de negocios estadunidense en México, y Alberto Pani, ministro de Relaciones Exteriores de Obregón. A continuación, el régimen de Washington prometió que el 6 de septiembre reconocería formalmente a Obregón, pero la cancillería mexicana solicitó que se hiciera el 31 del mismo mes de agosto para que don Álvaro pudiera anunciarlo en su informe al Congreso de la Unión, el primero de septiembre, «sin tener que dar explicaciones que quizá fuera preferible omitir por ahora».
Y así, la Casa Blanca no tuvo inconveniente en obsequiar tal petición y Obregón recibió el anhelado espaldarazo el día solicitado.
Treinta años después se pretendió retocar la historia y una comisión senatorial dijo que el reconocimiento había sido incondicional ya que, adujo, los convenios se firmaron después. Empero este detalle carece de importancia, toda vez que las minutas de los convenios se habían rubricado antes y lo que se programó posterior al reconocimiento fue la ratificación de hecho, lo que ya de ninguna manera podía eludir Obregón. La índole perjudicial de tales convenios resultaba tan evidente que el mismo Fernando González Roa, uno de los comisionados mexicanos, confesó más tarde a Luis Cabrera que ese episodio le había significado una «crisis de profunda amargura» (Texto íntegro de la carta de González Roa a Luis Cabrera en Manero Suárez y Paniagua Arredondo, Los Tratados…, Tomo II, pp. 363-364. Énfasis de LRT).
Cuando Obregón convocó al Congreso a un período extraordinario para que ratificara los convenios, se hizo patente la oposición de una minoría que encabezaba el senador Francisco Field Jurado, de Campeche, pero éste fue secuestrado y asesinado casi a las puertas de su casa en la colonia Roma. Poco tiempo antes el líder Luis N. Morones había advertido que si bien para las autoridades valía el fuero de los legisladores, no ocurría lo mismo para el movimiento obrero, y que no pasarían muchos días «sin que comience a hacerse sentir nuestra obra punitiva».
Recién celebrados los Tratados de Bucareli tuvo lugar la rebelión delahuertista acaudillada, como es bien sabido, por don Adolfo de la Huerta, con gran ascendiente en las filas del Ejército a pesar de su carácter civil y que, entre otras cosas, se oponía a que Obregón heredara la Presidencia a Plutarco Elías Calles, como ya se veía venir. Don Adolfo fue sondeado por varios enviados estadunidenses a fin de determinar si estaba dispuesto a ceder algo más de lo que Obregón había cedido. Pero De la Huerta esquivó comprometerse. El cónsul en Veracruz, Mr. Wood, le hizo notar: «Nosotros nos hemos dado cuenta del apoyo que tiene de todo el pueblo, de todo el país, y quisiéramos que no quedara usted descartado de la amistad de Estados Unidos. ¿Por qué no contesta usted diplomáticamente que va a estudiar el asunto? No dé una negativa rotunda».
De la Huerta contestó: «No puedo dejar un solo minuto de duda sobre mi actitud con respecto a esos arreglos, que ustedes mismos, en su conciencia, reprueban». Tras insistir inútilmente, Wood dijo: «Pues lo siento mucho, porque realmente un hombre como usted, que tiene toda la opinión pública de su parte, quedará descalificado; hemos visto que aquí hay más que una revolución, un gobierno, pues está usted dando garantías que no siempre se encuentran en el territorio que domina Obregón» (Taracena, Alfonso, Historia Extraoficial de la Revolución Mexicana, Editorial Jus, S.A., 1972, 593 p., p. 328. Énfasis de LRT).
Y en consecuencia, boicoteado política, diplomática y militarmente por la Casa Blanca, el delahuertismo fue derrotado y don Plutarco Elías Calles ascendió más tarde al poder debidamente cobijado por Obregón…
Al tratar este espinoso caso, el economista Manuel López Gallo, poco proclive a la figura de De la Huerta, no pudo menos que reconocer la siguiente realidad: «(…) los convenios de Bucareli permitieron hacer una más expedita campaña de exterminación del brote subversivo y reaccionario encabezado por Adolfo de la Huerta, pues no obstante que la mayoría del Ejército se sublevó, el gobierno progresista de Obregón pudo derrotarlo prontamente en virtud de las armas adquiridas en los Estados Unidos» (López Gallo, Manuel, Economía y Política en la Historia de México, México, Ediciones El Caballito, Decimoctava edición, 1980, pp. 434-435. Énfasis de LRT).
Pero fue el propio Presidente estadunidense Calvin Coolidge, quien el 25 de abril de 1927 se encargó sin ambages de puntualizar la cuestión y dejarla definitivamente zanjada:
«Durante el invierno de 1923-1924 se iniciaron actos revolucionarios en México, los que, según parece, habrían tenido éxito para derrocar al Presidente Obregón si nuestro gobierno no le hubiese proporcionado armas y municiones, principalmente a crédito, ni le hubiese concedido nuestro apoyo moral. Nuestra ayuda le permitió conservar su posicion».
Muy a tiempo Obregón se había constituido en protegido de la Casa Blanca…
Tal fue en síntesis, el asunto de los Tratados de Bucareli. México sólo lograría recuperar su petróleo hasta el 18 de marzo de 1938, día en el que el Presidente Lázaro Cárdenas decretó la expropiación de todos conocida. Este episodio y algunos que le antecedieron serán expuestos en las siguientes entregas.
(Continuará)