Por: Luis Reed Torres
Algunos años atrás corrieron ríos de tinta –y aun el asunto llegó al Congreso de la Unión– sobre la conveniencia o no de cambiar el nombre oficial de nuestro país –Estados Unidos Mexicanos–, por el de México. Y me parece que en estos momentos de unión entre los mexicanos a raíz de los trágicos sucesos acaecidos recientemente, debería retomarse de nuevo el asunto. Así, resulta oportuno reflexionar, aunque sea de manera sucinta, sobre diversos antecedentes históricos que seguramente arrojarán luz sobre el particular.
En 1325, los aztecas –“mexica-tenóchcatl”– fundaron México-Tenochtitlán en honor de Tenoch, uno de sus antiguos jefes y, tras la conquista, el territorio pasó a llamarse Nueva España, con la ciudad de México como capital. El nombre perduró trescientos años. Entretanto, el vecino país del norte declaró su independencia como los Estados Unidos de América –4 de julio de 1776– y el nombre quedó ratificado en la Constitución promulgada el 17 de septiembre de 1787.
Durante el inicio de la guerra de independencia, don Miguel Hidalgo escribió en relación a los “derechos sacrosantos e imprescriptibles de que se ha despojado a la nación mexicana”, según consta en la copiosa documentación publicada por don Juan Hernández y Dávalos, cuya consulta es imprescindible.
Morelos, por su parte, tras hablar en varios momentos de la “América mexicana”, concluye del modo siguiente una carta enviada el 14 de julio de 1815 al Presidente de los Estados Unidos de América (James Madison), en que le insta a reconocer la independencia del vecino del sur: “Palacio Nacional del Supremo Gobierno Mexicano en Puruarán”.
Iturbide, a su vez, luego de referir en el Plan de Iguala que “la Nueva España es independiente de la antigua y de otra potencia, aun de nuestro continente”, escribe después del “Imperio Mexicano”, cuya acta de independencia se dio a la luz pública el 28 de septiembre de 1821.
Por otra parte, caído el Primer Imperio, hubo voces que se opusieron al federalismo por considerarlo un espejismo alucinante de la modernidad y una copia del sistema adoptado en Estados Unidos de América. La tesis que lo favorecía era la siguiente, según anota el doctor Edmundo O’ Gorman: “Constituir a la nueva nación de acuerdo con el modo de ser de Estados Unidos. Se alcanzará así la prosperidad social y material lograda por el modelo norteamericano” (México, el Trauma de su Historia).
A su vez, el doctor Luis Malpica de Lamadrid refiere que Fray Servando Teresa de Mier no se opuso al federalismo en sí, sino más bien al federalismo tipo norteamericano que en México equivalía a sembrar una división. En otras palabras, como dijo el historiador Alfonso Junco: la República Federal unió lo disperso en Estados Unidos de América, en tanto que aquí dispersó lo unido.
Pero independientemente de este asunto, digno desde luego de mayor estudio, el caso es que triunfó la facción del Congreso que apoyaba la federación similar a la del país del norte, y nació así el eufemismo de que nosotros éramos “los Estados Unidos Mexicanos”, a partir de la Constitución del 4 de octubre de 1824.
Años después, don Ignacio Ramírez “El Nigromante”, conspicuo liberal, objetó tanto la Constitución de 1824 como la del 5 de febrero de 1857 –que también habla de Estados Unidos Mexicanos– por considerar que eran copia del sistema norteamericano.
Sea como fuese, resulta nítidamente claro que la denominación “Estados Unidos Mexicanos”, a pesar de su antigüedad, jamás ha tomado carta de naturalización en nuestro pueblo ni en sus gobernantes, pues nadie se refiere así al país más que cuando es menester utilizar documentos oficiales.
A pesar de la vigencia, en su momento, de las Constituciones de 1824 y de 1857, y hoy de la de 1917 –que recién cumplió un siglo–, “Estados Unidos Mexicanos” sólo existe, literalmente, en el papel. Es más, cuando los Presidentes de la República, sean del signo que fueren, rinden su informe anual ante el Congreso de la Unión –en estos tiempos ya sólo se entrega por escrito–, jamás aseveran, en el cuerpo del documento, que “los Estados Unidos Mexicanos” hemos logrado esto o lo otro. Por el contrario, invariablemente enfatizan: “México es hoy más grande y fuerte”, etcétera, etcétera.
Y para concluir, ¿de qué manera se grita tres veces la noche del 15 de septiembre?
La respuesta es simple: “¡Viva México, Viva México, Viva México!”
En síntesis, nuestra patria debe llamarse de manera oficial solamente México.
Opinar en contrario creo sinceramente que es tozudez y necedad.