Por: Luis Reed Torres
–IV–
Entre las compañías más poderosas establecidas en México durante la primera década del siglo XX se contaban, entre otras, las siguientes: Mexican Petroleum Company, Huasteca Petroleum Company, Standard Oil Company of New Jersey, que operó con el Penn Mex Fuel Company; Sinclair, que operó con el nombre de Freeport and Mexican Fuel Corporation; Gulf Company, Southern Pacific Railroad y algunas más, todas estadunidenses; ingleses y holandeses de la Royal Dutch Shell Sindicate operaron con el nombre de Corona Petroleum Company y Chijoles Oil Limited. En 1909 la Compañía de Petróleo El Aguila –del inglés Pearson– cambió su razón social y en adelante se denominó Compañía Mexicana de Petróleo El Aguila.
«Es así como empieza una era de terror y miseria para el pueblo mexicano –dice el periodista José Camacho Morales–, pues las compañías se valían de toda clase de artimañas para adueñarse de los terrenos en los cuales había el codiciado oro negro, y ¡ay! de aquellos que querían oponerse a sus deseos, pues con esto firmaban su sentencia de muerte; destruían o quemaban escrituras legítimas, cohechaban a las autoridades, sembraban la cizaña entre miembros de una misma familia; a los pobres campesinos les compraban sus tierras en míseras sumas engañándolos vilmente, pues los terrenos en los cuales había petróleo no eran buenos para la siembra y de esto se aprovechaban las compañias para adquirir propiedades que valían una fortuna, por un puñado de pesos» (Camacho Morales, José, El Nuevo Pemex, México, PEMEX, 1983, 260 p., 34-36).
Por lo demás, el saqueo del petróleo por parte de las compañías era colosal. Casi en su totalidad se exportaba sin refinar y sin dejar beneficio alguno a la economía nacional. Y todo esto se fue agudizando al paso del tiempo sin que se hiciera nada para revertir semejante política. Años después, el ingeniero Pastor Rouaix, secretario de Fomento con Venustiano Carranza, diputado al Congreso Constituyente de 1916 y uno de los inspiradores de los artículos 27 y 123 constitucionales, escribió: «En efecto, las compañías petroleras, al descubrir con máquinas de perforación un geyser que producía decenas de millares de barriles diarios de oro negro, tendían desde la boca del pozo una tubería que llegaba hasta el mar, en la que empleaban, exclusivamente, materiales importados, sin pago de derechos, para que al extremo del tubo llegaran buques de matrícula extranjera, tripulados por extranjeros, y llenaran sus tanques con los millones de pesos que representaba el producto nuestro, para llevarlo a lejanos países, sin que dejaran en la nación riqueza, ni en las tesorerías fiscales el menor ingreso, porque las leyes y las concesiones colocaban a las compañías fuera de las obligaciones que tenían y debían tener todos los habitantes de la República» (Rouaix, Pastor, Génesis de los Artículos 27 y 123 de la Constitución Política de 1917, México, Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México/Secretaría de Cultura, 2016, 400 p., p. 63. Énfasis en el original).
Fue tan evidente la conducta impropia de las compañías durante el largo período en que gozaron de concesiones, que el periodista Frank L. Kluckhohn, corresponsal del New York Times e individuo poco proclive a México y a los mexicanos, no tuvo más remedio que reconocer esa realidad poco tiempo después del decreto de expropiación (tema que se verá más adelante):
«La arrogancia de las grandes empresas extranjeras durante el período de Díaz condujo a la Revolución. Con demasiada frecuencia las empresas extranjeras tenían el punto de vista de que constituían una raza especial y superior que no debería estar sujeta a las leyes ni a los reglamentos interiores de México. Procuraban manejar sus asuntos de una manera altiva que no habría sido permitida en ninguna colonia de cualquiera de las más grandes naciones del mundo (…) Por medio del cohecho y de la corrupción y obteniendo ocasional ayuda diplomática de sus gobiernos, existe plena razón para dar crédito a las aseveraciones de los regímenes mexicanos en el sentido de que las compañías extranjeras pretendían dominarlos a fin de conservar su posición de absoluto individualismo para que se les permitiera manejar sus asuntos en la forma altanera que acostumbran emplear» (Kluckholn, Frank L., The Mexican Challenge, 1939, pp.22-23, citado en La Expropiación Petrolera, Secretaría de Relaciones Exteriores, Colección del Archivo Histórico Diplomático Mexicano, Tomo II, 1974, 237 p., p. 11. Énfasis de Luis Reed Torres).
Aunado a esto no faltaron mexicanos que al correr de los años se pusieron al servicio incondicional de las compañías extranjeras. Tal fue el caso de Manuel Peláez, quien organizó guardias blancas para reprimir violentamente a trabajadores descontentos y a campesinos brutalmente despojados de sus tierras, y quien no tuvo empacho en resguardar los intereses tanto de la Huasteca Petroleum Company. de Doheny, como de El Aguila, de Pearson. En pago de su tarea recibía mesadas de cincuenta a cien mil pesos para el sostenimiento de sus secuaces y, finalmente, tras ser convertido en asociado de Pearson, se le obsequió la Compañía Petrolera de Tierra Amarilla y Anexas –con veinte pozos cercanos a Temapache, Veracruz–, cuya producción adquiría la propia compañía El Aguila.
Por eso no fue extraño que al estallar la Revolución de 1910 y durante los años siguientes nada alterara la marcha de la industria petrolera. De hecho su ritmo de ascenso comenzó justamente en 1911, al producir doce y medio millones de barriles de petróleo, cantidad muy superior a la del año anterior que había sido de poco más de tres y medio millones. A partir de 1911 siguió en ascenso y en 1921 produjo casi 193 millones de barriles, lo que le colocó en el segundo lugar mundial.
Triunfante Madero, el nuevo Presidente se percató de la importancia del petróleo mexicano y trató de gravarlo con un impuesto (a razón de veinte centavos por tonelada) a mediados de 1912; luego obligó a las compañías a registrarse y ordenó a la Dirección de Aduanas que informara sobre el número real de empresas petroleras existentes en México, pues don Francisco no confiaba gran cosa en la lista que supuestamente debían entregar las compañías. Empero, el derrumbe del gobierno maderista impidió continuar con estos trabajos. Es más, semejantes medidas, entre otras razones, coadyuvaron al cuartelazo de febrero de 1913, apadrinado por Henry Lane Wilson, el embajador yanqui.
Sobre el particular, el historiador Friedrich Katz revela que después de una nota de protesta enviada por la Casa Blanca en relación al impuesto citado y que el gobierno mexicano respondió evasivamente, el embajador Lane Wilson, el Presidente William Howard Taft y el secretario de Estado Philander Chase Knox, «acordaron subvertir al gobierno de Madero. Para este fin utilizarían la amenaza de la intervención, promesas de puestos y honores (lo cual aquí es sinónimo de ingresos por cohecho) y soborno directo en efectivo (Katz, Friedrich, La Guerra Secreta en México, México, Editorial ERA, 1981, Tomo I. Texto íntegro del decreto maderista y reglamento correspondiente que imponía un gravamen a las compañías extranjeras –3 de junio y 24 de junio de 1912–, en Peña, Manuel de la, El Dominio Directo del Soberano en las Minas de México y Génesis de la Legislación Petrolera Mexicana, México, Secretaría de Industria, Comercio y Trabajo, 1928, 293 p., pp. 252-264).
Por su parte, el general Victoriano Huerta, quien había aprovechado cabalmente el padrinazgo de Henry Lane Wilson para escalar la Presidencia, no tardó en hacer a un lado al embajador, pretendió seguir una política propia que le valió no ser reconocido por la Casa Blanca, terminó definitivamente enemistado con Woodrow Wilson — el nuevo inquilino de ésta–, y finalmente fue desalojado del poder por la triunfante Revolución Constitucionalista en 1914.
(Continuará)