Por: Luis Reed Torres
Doscientos cinco años atrás (1813), el caudillo insurgente don José María Morelos intentó capturar Valladolid (hoy Morelia) en el curso de su cuarta campaña militar. Aparte del factor sentimental que suponía ocupar su ciudad natal, el antiguo cura de Carácuaro pretendía instalar en la capital de la provincia de Michoacán al Congreso de Chilpancingo según disposiciones acordadas poco antes por ese mismo cuerpo.
Sin embargo, las tropas virreinales estacionadas en el área, lejos de intimidarse ante la proximidad del enemigo, se aprestaron a la defensa de la ciudad, y tanto los coroneles Domingo Landázuri y Agustín de Iturbide como el brigadier don Ciriaco de Llano unieron sus respectivos efectivos y se dispusieron a la lucha inminente que se avecinaba.
Tras rechazar varias acometidas encabezadas por Hermenegildo Galeana y Nicolás Bravo el 23 de diciembre, los defensores de la plaza constataron que el grueso del ejército insurgente, fuerte en veinte mil hombres, se retiraba a las Lomas de Santa María en las afueras de Valladolid (donde hoy se ubica una bella zona residencial) con miras a reagruparse, descansar un poco y procurar al otro día la toma de la ciudad merced a un vigoroso ataque.
Sin embargo, los realistas no perdieron el tiempo e instrumentaron un movimiento ofensivo que les redituó jugosos dividendos y que raya en lo insólito: apercibidos del peligro que implicaba esperar sin hacer nada un ataque en masa de los insurgentes en las horas posteriores, el brigadier Llano ordenó al coronel Iturbide (fervoroso partidario de la independencia al igual que la mayoría de los criollos, pero no a costa de devastar al país como habían hecho los insurrectos desde 1810 en el curso de una guerra de castas que enfrentaba a todas las clases sociales) que practicara un reconocimiento tanto del terreno como del enemigo, para determinar con mayor exactitud sus intenciones inmediatas.
Así, con sólo 170 infantes de la Corona y 190 caballos de Fieles de Potosí, Dragones de San Luis y de San Carlos y Lanceros de Orrantia, Iturbide (igualmente nacido en Valladolid como Morelos) no sólo no se limitó a un simple reconocimiento según sus órdenes iniciales, sino que, atisbando una oportunidad, se empeñó de lleno en la acción y a pocas horas de despuntar el alba el 24 de diciembre rompió abrupta e inesperadamente la línea de infantería insurgente.
El grueso del ejército rebelde ascendía a veinte mil hombres y, a pesar de eso, don Agustín acometió el propio campamento de Morelos en las Lomas de Santa María –alturas que dominaban Valladolid– y hasta estuvo a punto de capturar al caudillo insurgente que, para su fortuna, en el curso de la acción no fue reconocido.
Situados los escasos efectivos de Iturbide en medio del enemigo, la confusión que reinó entonces fue indescriptible y naturalmente se acrecentó con la oscuridad de la noche. El coronel atravesó a toda velocidad con sus hombres las filas insurgentes y, al cabo, éstos terminaron disparándose entre ellos en la penumbra y dispersándose irremisiblemente por todos lados.
(Esta acción constituyó el principio del fin para Morelos, pues su estrella militar se eclipsó y jamás volvió a brillar. A poco, el 5 de enero del año siguiente –1814–, don Mariano Matamoros fue hecho prisionero en Puruarán –en el hoy Estado de Michoacán–; trasladado a Valladolid fue ejecutado el 3 de febrero. A su vez, don Hermenegildo Galeana, el otro brazo fuerte de Morelos, murió combatiendo cerca de Coyuca –en el hoy Estado de Guerrero– el 27 de junio del año citado)
«La de las Lomas de Santa María –escribe el historiador guanajuatense don Lucas Alamán–, más que una función de armas se asemeja a las ficciones de los libros de caballería, en que un paladín embestía y desbarataba a una numerosa hueste: en ésta, Iturbide, con 360 valientes, acomete en su propio campo a un ejército de veinte mil hombres acostumbrados a vencer, con gran número de cañones, y vuelve triunfante entre los suyos, dejando al enemigo en tal confusión (…) que los insurgentes combaten unos con otros y, llenos de terror, se ponen todos en fuga, el primero Morelos, con su escolta llamada de los cincuenta pares, abandonando artillería, municiones y todo el acopio de pertrechos hecho a tanta costa y en tanto tiempo, para venir a ponerlo en poder del enemigo. En vano Matamoros, Galeana, Bravo, Sesma y algunos otros trataron de contener a los que huían; casi todos los abandonaron, no pudiendo reunir doscientos hombres de tan gran multitud, y tuvieron que ceder al impulso general (…).
«Pero lo que excede toda credibilidad y que apenas podrá dar crédito ningún hombre sensato cuando acaben de calmarse las pasiones excitadas por las preocupaciones e intereses del momento, es que cuando después de la independencia se han variado los nombres de muchas poblaciones, causando grave confusión en la historia y en la geografía, se haya dado a Valladolid el nombre de Morelos, que huyó vergonzosamente a la vista de aquella ciudad, la que hubiera tenido la suerte funesta de Oaxaca si hubiera caído en sus manos, y no el de Iturbide, nacido en ella, que la libró de una ruina cierta por una acción tan bizarra que raya en lo fabuloso, no habiéndose erigido ningún monumento público a su memoria, ni aun puesto una simple inscripción para designar la casa en que vio la luz primera. ¡Tal ha sido el trastorno que ha producido en las ideas el absurdo principio que ofendiendo a la verdad y al buen sentido se ha querido establecer, de despojar de la gloria de haber hecho la independencia a los que verdaderamente la verificaron, para atribuirla a los que no hicieron más que mancharla y retardarla!» (Alamán, Lucas, Historia de México Desde los Primeros Movimientos que Prepararon su Independencia en el año de 1808 Hasta la Época Presente, Tomo IV, México, Imprenta de J.M. Lara, Calle de la Palma número 4, 1851, 728 p. más Apéndices, pp. 6 – 7 – 8).
(Cuando alude a «la suerte funesta de Oaxaca» al ser tomada por Morelos y sus tropas, Alamán se refiere a los fusilamientos ordenados por don José María el 25 de noviembre de 1812 y que cobró las vidas del Teniente General don Antonio González Saravia, defensor en jefe de la plaza, y de sus oficiales Régules Villasante, Bonavia y Aristi. De ahí que el célebre escritor liberal don Justo Sierra, al repasar los encarnizados enfrentamientos entre insurgentes y realistas, haya aseverado que «lo cierto es que compitieron unos y otros en ferocidad en la guerra, y Morelos no tenía nada que envidiar a Calleja, ni la inhumanidad de Iturbide es superior a la de Hidalgo» (Sierra, Justo, Evolución Política del Pueblo Mexicano, México, UNAM, 1977, 426 p., p.162)
Por lo demás, cabe anotar aquí que, a excepción de algunos oficiales, todos los hombres que Iturbide mandó en ese crucial episodio de la Guerra de Independencia la navidad de 1813 eran mexicanos. Entre ellos estaba don Miguel Barragán, que llegó a ser Presidente de la República en el México independiente y que, como prácticamente todos los criollos, era partidario de la independencia pero contrario a la lucha fratricida y/o de castas emprendida por los insurgentes desde el inicio mismo de la lucha en 1810.