POR: LUIS REED TORRES
–I de dos partes–
Siempre he sostenido que resulta altamente dañina para México la vigencia de la dicotomía héroe-traidor con la que, a lo largo del tiempo y particularmente en casi todo el siglo XX y en lo que va del XXI, se ha manejado la enseñanza de nuestra historia aun en los niveles más elevados. Semejante método sólo consigue constreñir la crítica histórica y aherrojar criterios de personas que, desprovistas de mayor luz en estos terrenos, se ven privadas de ensanchar conocimientos y rectificar juicios. El asunto se agrava, además, cuando en nuestro país es costumbre establecida ensalzar desproporcionada y desconsideradamente a tal o cual personaje considerado «héroe», sin licencia ninguna que permita suponer siquiera que en sus actos existiese mácula alguna; o bien cuando se condena arbitrariamente a tal o cual individulo catalogado «traidor», sin derecho que brinde margen a apelar semejante sentencia.
En otras palabras, los «héroes» son buenos, albos y virtualmente perfectos; los «traidores» son malos, despreciables y prácticamente irredimibles. Hasta ahora así se ha enseñado la historia de México. Para colmo, en estos tiempos de la autodenominada «cuarta transformación» el fenómeno se ha agudizado. No existe día sin que el propio Presidente de la República deje de vociferar contra «los conservadores» y de autocalificarse de «liberal». En su fértil y enfermiza imaginación, el mandatario se enfrenta diariamente a enemigos rocambolescos y fantasmagóricos que, en todo caso, desaparecieron en su envoltura carnal desde el siglo antepasado y difícilmente le significarían ni el menor peligro. Empero, ese discurso polarizador sí cumple con su cometido –si es que tal es el propósito– de escindir profundamente a los mexicanos, como si el país se hallara libre de agudísimos problemas que requerirían la máxima atención.
Así las cosas, quiero reproducir aquí dos importantísimas cartas de un personaje a quien de antemano manifiesto que respeto y reconozco –especialmente por su empeñoso esfuerzo en el curso de la lucha insurgente y por su nunca negada buena fe de la que otros se aprovecharon tras la caída de Iturbide–, pero al que de ninguna manera es posible considerar inmaculado ni mucho menos consumador de la independencia de México –como se le ha pretendido habilitar sobre todo desde el malhadado sexenio de Luis Echeverría– sin atropellar flagrantemente la crítica y la justicia históricas. Me refiero, claro, a don Vicente Guerrero.
Este concluyente par de documentos de Guerrero ratifica, entre un alud de testimonios más, lo que sólo por odio irracional y de facción se soslaya con obstinación: el Libertador de México es don Agustín de Iturbide, quien después de una campaña de siete meses prácticamente incruenta a raíz de la proclamación del Plan de Iguala –hechura suya–, entró en la capital de la hasta entonces Nueva España el 27 de septiembre de 1821 a la cabeza del Ejército Trigarante.
Las dos ilustrativas misivas de Guerrero a Iturbide, de fechas 28 de mayo de 1822 y 4 de junio siguiente, fueron publicadas el 6 y el 18 de junio, respectivamente, en la Gaceta del Gobierno Imperial de México y ambas se refieren a la ascensión del trono mexicano por el propio don Agustín.
Dice así la primera, fechada en Tixtla, tierra natal de don Vicente, hasta ahora conocida sólo en fragmentos y que hoy se da a conocer aquí por primera vez de manera íntegra, tal y como apareció en el órgano informativo citado. Su publicación significa para mí un privilegio y un orgullo, supongo que perfectamente legítimo y fundamentado:
«Señor.- Cuando el Ejército, el pueblo de México y la nación, representada en sus dignos diputados del Soberano Congreso Constituyente, han exaltado a V.M.I. (Vuestra Majestad Imperial) a ocupar el trono de este Imperio, no me toca otra cosa que añadir mi voto a la voluntad general y reconocer como es justo, las leyes que dicta un pueblo libre y soberano. Este, que después de tres siglos de arrastrar ominosas cadenas se vio en la plenitud de su libertad, debida al genio de V.M.I. y a sus mismos esfuerzos con que sacudió aquel yugo, no habrá escogido su peor suerte; y así como haya afianzado el pacto social para poseer en todo tiempo los derechos de su soberanía, ha querido retribuir, agradecido, los servicios que V.M.I. hizo por su felicidad, ni es de esperar que quien fue su Libertador sea su tirano; tal confianza tienen los habitantes de este Imperio, en cuyo número tengo la dicha de contarme.
«Yo no sabré explicar a V.M.I. las sensaciones que me ha causado su exaltación y su apreciable carta de 21 del presente, en que me la comunica. Ella es un nuevo testimonio del afecto que he recibido de V.M.I. y tanta más obligación a mi gratitud, que nunca he dejado de reconocer en V.M.I. a un buen amigo. Me glorío con este título y siempre lo tendré a mucho honor, supuesto que aún se digna dispensarme su amistad.
«Las tropas que están a mis órdenes tengo un formal empeño en que se sujeten a la más severa disciplina, y no dudo conseguirlo teniendo que doblar mi cuidado por la insinuación que V.M.I. se digna hacerme sobre este punto. No soy menos interesado que V.M.I. en la felicidad de mi patria, y deseo vivamente corresponder a la confianza que de ella recibo, lo mismo que a los favores de V. M.I., cuyo magnánimo corazón, bien se conoce que en la moderación que lo ha caracterizado, ha rehusado la diadema que antes de ahora le han ofrecido los pueblos; pero que no ha podido resistir por más tiempo, puesto que éste era el único medio de afianzar la felicidad del Imperio, que se hallaba al borde de su ruina por la divergencia de opiniones. ¡Ojalá que los deseos de V.M.I. se verifiquen y ellos hagan nuestra dicha!.
«Por fin, mi corto sufragio nada puede, y sólo el mérito que V.M.I. supo adquirirse es lo que lo ha elevado al alto puesto que lo llamó la Providencia, donde querrá el Imperio y yo deseo que se perpetúe V.M.I. dilatados años para su mayor felicidad. Reciba por tanto V.M.I. mi respeto y las más tiernas afecciones de un corazón agradecido y sensible. Tixtla, 28 de mayo de 1822, segundo de nuestra Independencia. Señor. A los imperiales pies de V.M. .-Vicente Guerrero» (Gaceta del Gobierno Imperial de México, jueves 6 de junio de 1822, Tomo II, Folios 375-376, número 50, 8 páginas, Imprenta Imperial del Sr. Valdés. Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional de España).
Huelga aquí cualquier comentario ante líneas tan ilustrativas del sentimiento que animaba entonces al hombre de Tixtla. Y si se insiste en considerar a Iturbide como sujeto de traición –como reza la historia oficial–, habrá que unir a Guerrero con él –y de hecho a todos los insurgentes que se adhirieron al Plan de Iguala– por mantenerse tan estrechamente unido a don Agustín. Por lo demás, Guerrero reconoce explícitamente que México arribó a la independencia merced al genio y la visión de Iturbide; que, en consecuencia, es el Libertador y que por los méritos que «supo adquirirse» debe ocupar el trono.
En la siguiente entrega se dará cabida a la segunda carta con los comentarios y análisis correspondientes.
(Concluirá)