Por: Graciela Cruz Hernández
Labrador, obrero, empresario y religioso franciscano
El 20 de enero de 1502, en la Gudiña Orense, en España, en el seno de una humilde familia labradora, nació Sebastián de Aparicio, el tercer hijo de Juan Aparicio y Teresa Prado. En aquel hogar se recibe con alborozo al varón después de dos niñas.
La escuela para ellos era un lujo desconocido y Sebastián nunca supo leer ni escribir. Aprendía de memoria las enseñanzas de sus padres, de ellos aprendió la honradez y el oficio de labrador, también a temer, amar y servir a Dios con el ejemplo de su vida cristiana.
Un día, Sebastián contrajo la peste bubónica, las exigencias sanitarias ordenaban alejar al enfermo del poblado y dejarlo en la soledad del campo. En una especie de choza solitaria es dejado con gran dolor y lágrimas su madre, él queda sumido en la enfermedad. A diario, su madre le lleva alimento y un poco de agua. Un día él no responde a su llamada y entra a verlo, él está inconsciente por la fiebre y ella con gran dolor se va pensando que pronto su hijo moriría. La puerta quedó entreabierta y por la noche un lobo se acerca, el olor de la carne infecta lo atrae, entra en la estancia y muerde el tumor maligno, lame la herida purulenta y luego se marcha. Al recordar Sebastián por la mañana le pareció una pesadilla, pero ha desaparecido la fiebre. Por gracia de Dios fue curado.
Sebastián se ejercita en el trabajo. Como buen labrador y gente de campo aprende lo básico de varios oficios, que mucho le ayudarían en su larga vida. Al paso del tiempo, Sebastián siente la necesidad de abrirse nuevos caminos y buscar la manera de ganar algún dinero para mejorar la situación económica de su familia. Le ilusiona ir a América y hacia sus veinte años empieza su largo camino, y por «las tierras del vino» llega Sebastián a Salamanca. Sin saber leer ni escribir, busca trabajo sin perder nunca de vista los consejos paternos: «Vive como verdadero hijo de Dios; que seas trabajador y honrado».
Se coloca como criado en casa de una viuda joven, acaudalada y noble. Por su espíritu servicial, trabajador y de buena planta, ella se enamora de Sebastián quien como hombre de temple venció la pasión con la entereza. Su conciencia rectamente formada lo aleja de aquella situación difícil y comprometida. Viaja a Extremadura, y en Zafra encuentra colocación al servicio de Pedro de Figueroa. Sebastián se hacía querer por su docilidad, trabajo y buenos modos. Una de las hijas de su amo estaba interesada en él, pero Sebastián deja este trabajo y marcha hacia otras tierras. América era una idea que no le abandonaba. Se encamina hacia Sanlúcar de Barrameda. En Guadalcanal enferma y por unas fiebres malignas tiene que guardar cama por largos días; recuperada la salud y con sus ahorros muy mermados prosigue su ruta.
Sanlúcar de Barrameda era la salida obligada para ir al Nuevo Continente. Allí Sebastián busca trabajo y la oportunidad de poder embarcarse. Un amo lo recibe a su servicio en las faenas del campo, pero el salario es escaso así que busca otro trabajo y un acaudalado labrador lo recibe a su servicio, ahí sirvió por siete años. Las cosechas parecían multiplicarse desde que Sebastián se hizo cargo de la hacienda. Las viñas siempre cuidadas y los campos bien atendidos. El amo aumenta el salario y le deja como una participación en beneficios, la explotación de unas tierras a su favor. De esa manera sus hermanas recibieron la dote que Sebastián les había enviado para su matrimonio.
Sebastián ya con sus buenos ahorros, empieza a preparar su viaje al Nuevo Mundo, el amo quiere retenerlo y le ofrece doblar el sueldo que le daba. Pero Sebastián ya lo ha decidido, y en 1533 marcha a México. Al desembarcar de tan largo viaje Sebastián dirige sus pasos hacia la recién fundada Puebla de los Ángeles. Al no ser muchos todavía sus moradores, le fue fácil encontrar terreno para su cultivo.
Las faenas del campo son su actividad los primeros años. Pero pensaba en la mejora de su posición económica, en ayudar a los indios, en crear otras actividades que le fuesen beneficiosas y con las que poder ayudar a otros. Dos años después, en 1535, empezaría a poner en práctica sus nuevas y revolucionarias ideas.
Fue uno de los primeros en domesticar los animales importados de España que habían proliferado tanto que era ya ganado salvaje, pues los naturales no los utilizaban en su servicio. Y ahí estaba Sebastián de Aparicio, el jinete en su caballo quien fue como alguien dijo, el prototipo del «charro mexicano».
El campo requería medios para el transporte de las cosechas y para las mercancías desembarcadas en Veracruz. Para evitar el trabajo agotador de los nativos y buscando una manera más cómoda de transporte y con mayores beneficios, piensa Sebastián en las carretas tiradas por vacas de su Gudiña natal. Se pone al habla con otro emigrante carpintero de oficio y forma con él una pequeña sociedad. Algún tiempo después la primera carreta que rueda por tierras mexicanas lanza al aire el alegre chirrido de sus ejes. Era cosa admirable y nunca vista para los naturales de aquella tierra.
El camino de México a Veracruz, no estaba previsto para el tráfico rodado que allí se desconocía. Sebastián solicita permiso de la Audiencia Real y pone manos a la obra. Él mismo es ingeniero y contratista, peón y maestro que enseña a los que vienen buscando trabajo. Cuando está en condiciones, empiezan sus carretas a transportar mercancías desde el puerto a la capital. Se organiza el primer transporte rodado en tierras de México, y quizá de toda América. Sebastián de Aparicio es el primer transportista de México. Su honradez a carta cabal y la fidelidad con que cumple los compromisos le hacen merecedor de la confianza que en él depositan sus clientes, cada vez más numerosos. Para poder atenderlos aumenta el número de sus carretas. La ampliación de su industria de transporte y la perspectiva de nuevas posibilidades lo lleva hacia 1542, a trasladarse a la capital del Virreinato.
Por aquellos años, Zacatecas crecía en importancia y nombradía por sus ricos yacimientos mineros, principalmente de plata. El transporte del precioso metal hasta la capital azteca, a lomos de jumentos, era difícil y arriesgado. Sebastián se propuso abrir el camino hacia Zacatecas y logró su intento. Las carretas de Sebastián comienzan a circular por la nueva ruta; Sebastián supo granjearse el afecto de los indios y no los temía. Entre el ganado de sus carretas nunca faltaba un novillo domado que regalarles, o abundancia de maíz o frijoles que ofrecerles. Para los chichimecas, la presencia y el nombre de Sebastián era suficiente garantía de paz y honradez, de trato fraterno y de preocupación solícita. Los chichimecas estimaban a Sebastián y lo ayudaron grandemente en las obras que realizaba.
En las carretas de Sebastián empezó a llegar un día a México la plata que se extraía de las minas de Zacatecas y con comprobada honradez y seguridad muchas veces hizo rendición de sus mercancías en la Casa de la Moneda, fundada en México en 1535.
«Aparicio, el Rico» le llamaban, pero de sus riquezas participaban siempre los indios y los necesitados. Después de diez años al primer transportista mexicano vende sus carretas para volver de nuevo a la agricultura. En 1552 vende su cuadrilla de carros y con el dinero que dicha venta compra una hermosa y gran heredad situada entre Tlalnepantla y Azcapotzalco. Para el cultivo de la heredad necesitaba ganado abundante, para tal fin compra una hacienda ganadera en Chapultepec.
Pronto las tierras de Sebastián prosperan. Al adquirirlas ha cumplido las disposiciones dadas por los Reyes de España y eran que los españoles que llegaban a aquellas tierras tenían que invertir obligatoriamente una parte de sus ganancias en edificios, plantaciones, mejoras de los cultivos, etc. algo que los obligase a permanecer allí con más estabilidad y fijeza, evitando así una movilidad excesiva, y en caso de que se decidieran a marcharse, quedasen las tierras cultivadas en beneficio de la Nueva España.
Para estar más cerca de sus tierras y de sus ganados y mejor atenderlos, Sebastián abandona la ciudad y se establece en Tlalnepantla por algunos años. Su hogar era la casa de todos. «Refrigerio de sedientos, hartura de hambrientos, posada de peregrinos, alivio de caminantes, albergue y roca de los miserables indios», dice su biógrafo Sánchez Parejo. Era el consejero sensato y prudente, al que todos acudían confiados. El mejor vecino de los contornos. Amigo de sembrar la paz entre todos. Los indios a él acudían con una confianza sin límites. Sebastián era su maestro en el cultivo del campo y les ayudaba a buscar el mejor mercado para vender sus productos. También para ellos había siempre en casa de Aparicio el dinero necesario para las horas de escasez, sin los inconvenientes de la usura y sin el sonrojo de pedirlo como de limosna. Sus préstamos eran, con frecuencia, donación generosa. La maledicencia llegó también a querer salpicarlo en ocasiones pero su conducta clara y transparente fue su mejor defensa.
Vestía sencillamente salvo ocasiones señaladas en que lo hacía con distinción. Se conocía la austeridad monacal de su vida. Frugal comida, solo los domingos y en las fiestas añadía un poco de carne cocida con sal. Para el sueño tenía suficiente con una manta tendida en el suelo, o con un «petate» sobre el que recostaba su fatigado cuerpo. Cuanto mayor era el fruto de su trabajo, más abundante era su caridad sincera para todos los que por amor a Dios le pedían ayuda. «En todo el tiempo que fue señor de carros y labranza no ganó cosa mal ganada, ni que le remordiese la conciencia a la restitución», recuerda el biógrafo Sánchez Parejo.
Después de los sesenta años de edad por recomendaciones e insistencias se casó dos veces, viviendo en castidad siempre y quedando viudo en ambas ocasiones antes del año de matrimonio. Años más tarde, al referirse a sus dos esposas, diría de ellas Sebastián que «había criado dos palomitas para el cielo blancas como la leche».
«Aparicio el Rico» quiere retirarse a un convento. No faltó quien lo quisiera desanimar, pero él estaba decidido. Le dijo a su confesor: «Padre, yo estoy con ánimo de dejar mi hacienda a los pobres e irme a un convento a servir a Dios lo poco que me resta de vida para recobrar de este modo algo de lo mucho que he perdido».
Su confesor le indica que, como prueba, podría quedarse en el convento recién fundado de las clarisas como donado, atendiendo la iglesia, la portería, haciendo los recados que las religiosas necesitasen. Para Sebastián sin dudarlo, puso manos a la obra. El 20 de diciembre de 1573 firmaba el notario la cesión que Sebastián hacía de sus fincas en favor de las pobres clarisas. Tendrían un valor sobre los 20.000 pesos. Por consejo precavido del confesor deja otros mil a su disposición por si llegase a necesitarlos.
El ex empresario carretero es ahora criado en un convento de monjas de clausura. Los meses pasan y su constancia, serenidad y el fervor de su alegría en cumplir sus menesteres, favorecen el logro de sus deseos. Así el 9 de junio de 1574 vestía Sebastián el hábito franciscano, como novicio, en el convento de San Francisco, de México. Tenía setenta y dos años. El 13 de junio de 1575 hizo su profesión. Como no sabe escribir, su acta de profesión religiosa en su nombre es firmada por Fr. Alfonso Peinado.
Su primer destino fue, el convento de Santiago, de Tecali. Cerca de un año tan sólo estuvo ahí, pues en el gran convento de Puebla hacía falta un limosnero, allí va destinado Fr. Aparicio. Los moradores de Puebla, volvían a tener entre ellos al transportista acaudalado, que ahora era un fraile franciscano, el humilde limosnero del convento.
«Ya viene Aparicio», decían las gentes gozosas comunicándose su presencia. Su rostro agradable y atractivo derramaba simpatía. “El fraile de las carretas” iba y venía con el hábito pobre y zurcido, a sus espaldas un sombrero de paja, al hombro una pequeña bota de vino y el inseparable Rosario.
Las limosnas de trigo, maíz, leña… llenaban las carretas de Fr. Aparicio. «Hagamos lo que tenemos de obligación, lo demás no importa nada», le había dicho a un religioso. En esa frase parece condensarse toda su vida.
Cuando regresaba al convento con sus carros cargados, descansaba en el mismo corral, debajo de una carreta, era feliz tumbado en el suelo. La vida entera de Fr. Aparicio se resume en la respuesta que él le da a las preguntas de otro religioso: «Lo que yo hago es hacer lo que me manda la obediencia: duermo donde puedo, como lo que Dios me envía, visto lo que me da el convento; pero lo mejor es no perder a Dios de vista, que con eso vivo seguro».
El 20 de enero de 1600 había cumplido Fray Sebastián noventa y ocho años, seguía trabajando y las molestias de su hernia aumentaban. Un mes más tarde, del monte de Tlaxcala venía Fr. Sebastián de Aparicio con un carro de leña, la hernia se le estrangulaba y llegó al convento desfallecido. Día 25 de febrero de 1600, 7:00 pm Fray Sebastián, postrado en tierra, con lucidez admirable, se prepara a recibir la muerte. Los religiosos en su celda, cantaban «El Credo», el rostro del enfermo se ilumina. Lo repiten por segunda vez y en los brazos de Fr. Juan de San Buenaventura que lo sostenía, entrega su alma a Dios Fr. Sebastián de Aparicio. Su cuerpo permaneció flexible y sonrosado; varias veces tuvieron los frailes que amortajar el cadáver pues todos querían llevarse un trozo como reliquia. Se percibía un agradable aroma en su celda, a su alrededor y en las cosas que estuvieron en contacto suyo.
El martes 29 de febrero con una concurrencia a un entierro nunca antes vista en Puebla se le pudo por fin, dar sepultura en la iglesia de San Francisco. Abierto el proceso de su beatificación, hasta 968 milagros llegan a figurar en las actas. Fue beatificado por el papa Pío VI el 17 de mayo de 1789.
A más de 400 años de muerto, su cuerpo incorrupto aunque quizá con algún proceso de conservación, permanece expuesto en una urna de plata con paredes de cristal en el Templo de San Francisco en la ciudad de Puebla.
Fuentes:
https://www.franciscanos.org/santoral/sebastianaparicio.htm
[Gaspar Calvo Moralejo, O.F.M., Emigrante… hay camino: Sebastián de Aparicio. Madrid, España Misionera, 1973, 140 pp.]