Por: Luis Reed Torres
Concluyo con esta entrega el apasionante y misterioso caso de la posible suplantación de Rudolf Hess por un sosias desde el momento mismo de su vuelo en 1941 rumbo a Escocia, seguido del testimonio del enfermero que lo atendió en Spandau los últimos cinco años de su vida, esto es de 1982 a 1987.
El doctor W. Hugh Thomas, de quien he venido citando su investigación del caso, asienta que le resultó imposible reconstruir con toda exactitud los acontecimientos que sucedieron el 10 de mayo de 1941. De lo único que está seguro que ocurrió ese día es de que el verdadero Hess despegó de Augsburgo y de que un doble fue el que llegó a Escocia en otro avión. Los detalles de la conjura para eliminar a Hess resultan imposibles de conocer y quizá nadie los sepa jamás. Pero Thomas se inclina a creer que Hermann Göring (jefe de la Luftwaffe) o Heinrich Himmler (jefe de la Gestapo), o ambos, encabezaron la confabulación que dio por resultado la desaparición física del verdadero Hess y su posterior sustitución por un doble casi perfectamente entrenado para el efecto.
En lo personal, asevero que es en las consideraciones de este tipo donde flaquea, sin duda, la tesis central del libro que he venido aprovechando, porque si bien es cierto que existe un alud de indicios que demostraría la suplantación de Hess por un doble, también lo es que no resulta del todo claro –o en todo caso aparece frágil– el móvil de la conjura contra el Stellvertreter, por mucho que se le quisiera quitar de la escena en provecho del acrecentamiento de la influencia de sus colegas en el régimen nacionalsocialista. Igualmente, los motivos del prolongado silencio del supuesto doble –que por lo demás aparece de la nada, o inopinadamente, tan pronto Hess inicia su vuelo– me parecen francamente incomprensibles. En efecto, Thomas sugiere que el sustituto de Hess calló siempre porque se encontraba en manos de Himmler y temía tanto por su vida como por la de su familia. Y aduce el propio médico que aún después de la guerra quedaron organizaciones nazis que obligarían al preso de Spandau a observar escrupulosamente la Sippenhaft, esto es la responsabilidad de la sangre, por medio de la cual no sólo el individuo sino también sus parientes son culpables de los actos del primero en relación a las instrucciones recibidas.
A pesar de todo, pasaron más de cuarenta años de los sucesos de Nuremberg hasta la muerte del prisionero de Spandau, y francamente dudo mucho que haya habido hasta el final de la vida del recluido alguna organización al acecho de cualquier revelación o flaqueza suya para, de inmediato, ejecutar represalias contra su familia. Dicho de otro manera, ¿qué razón hubiera tenido, a esas alturas, continuar callando semejante secreto, si es que de verdad existía uno? ¿Acaso el doble, ancianísimo ya, careció de vida antes de la suplantación de Hess y no tuvo un hermano, hijo, primo, sobrino que dijera: “Señores, basta. Este hombre es inocente y la verdad es ésta”? ¿A qué podía temer ya un hombre de la edad del prisionero de Spandau (93 años) que le hubiese hecho persistir hasta el final en un silencio a todas luces incomprensible?
Tales son, a mi juicio, entre otras, las partes endebles de la argumentación del facultativo británico, por lo demás sugestiva y fascinante en otros puntos.
Sin embargo, ante el íntimo convencimiento del doctor Thomas en cuanto a la suplantación del verdadero Hess, es una verdadera lástima que el asunto no haya sido jamás dilucidado a pesar de su petición formal. Hubiera sido sencillo hacerle un gran servicio a la Historia y develar el enigma de una vez por todas. Pero, a lo visto, jamás existió la menor voluntad de hacerlo.
En esas condiciones, que sea el propio doctor Thomas quien concluya su interesante hipótesis continuadamente sostenida en su libro, aparecido, repito, cuando el preso de Spandau todavía vivía:
“Las pruebas de carácter médico son hechos y no cuestiones sujetas a opinión. El verdadero Hess tenía cicatrices de buen tamaño en pecho y espalda de resultas de las heridas recibidas en la Primera Guerra Mundial. El hombre de Spandau no tiene ninguna. Por consiguiente, no es Rudolf Hess” (p. 264).
Y finalmente:
“La prueba decisiva del alegato hecho en este libro está en Berlín. El prisionero debe ser examinado por expertos de fama universal antes que sea demasiado tarde. Hallarán en él lo que he descrito. El historial de Hess, y su mujer, dan testimonio de que el verdadero Hess fue herido por un tiro de fusil que le atravesó el pecho. El prisionero número siete jamás recibió una herida semejante. Cualquier cirujano con experiencia verá esto al momento, porque el torso no puede mentir” (p. 266).
Como queda dicho, esta solicitud del doctor Thomas jamás fue atendida…
Ahora bien, el prisionero de Spandau murió el 17 de agosto de 1987, y en los últimos años de su existencia, esto es de 1982 hasta su final, fue atendido, diaria y personalmente, por el enfermero tunecino Abdallah Melaouhi, quien de manera irrefutable demuestra en un libro que su paciente –de quien jamás pone en duda que era Rudolf Hess– fue asesinado para evitar que realizara ciertas revelaciones incómodas una vez puesto en libertad. Sobre este último punto cabe señalar que Mikhail Gorbachev, el último líder de la Unión Soviética, había manifestado cierta inclinación a liberar al antiguo Stellvertreter, y es posible que estadunidenses o ingleses, o ambos, se apresuraran a silenciar a Hess ante su eventual salida de prisión. ¿A qué temían los occidentales? Probablemente a que Hess despejara la identidad de encumbrados personajes ingleses –tanto del gobierno como de la aristocracia– decididamente adversos a la política de Churchill y francamente proclives a llegar a un acuerdo con Alemania que derivara en firmar la paz.
En su libro “Yo miré a sus Asesinos a los Ojos. La Muerte de Rudolf Hess”, Barcelona, Ediciones Ojeda, 2015, 289 páginas, Melaouhi narra su niñez en Túnez, sus estudios primarios y posteriores y su vida en Alemania, donde, por determinadas circunstancias, llegó a ser designado enfermero personal del anciano prisionero recluido en Spandau. El trato diario y afectuoso que el tunecino prodigó sin cortapisas a pesar de las severas restricciones carcelarias a las que Hess se hallaba sometido y de las que el enfermero pasa lista puntual, derivó en una franca camaradería y amistad entre ambos hombres que sólo concluyó con la muerte del antiguo jerarca nacionalsocialista.
El año 2015, en el marco del Primer Congreso Internacional Identitario celebrado en Guadalajara, Jalisco, y al que acudieron diversas personalidades del revisionismo histórico, tuve oportunidad de conocer y tratar a Abdallah Melaouhi, un hombre alto y corpulento, de trato amable y gentil, devoto de la memoria de Hess. Inquirido por mí acerca de la verdadera identidad de su antiguo y desaparecido paciente, Melaouhi no dudó un instante en ratificar que el antiguo prisionero era Rudolf Hess y, a juzgar por ciertos testimonios contenidos en su libro y de los que haré inmediata referencia, parece no caber la menor duda de su aserto, sin perjuicio de que quede sin despejar la incógnita de las cicatrices a que el doctor Thomas hace referencia.
Incidentalmente, el enfermero tunecino refiere un suceso que, para los efectos de determinar si el preso era Hess o no, reviste una importancia mayúscula y de hecho podría considerarse concluyente para ratificar que el largamente detenido personaje sí era el ex-lugarteniente de Hitler:
“Todavía no llevaba ni seis meses de enfermero de Rudolf Hess cuando me ocurrió un pequeño milagro: mi paciente me hizo ver que confiaba en mí. Hasta este momento sólo había intentado cumplir sus deseos hasta donde me era posible, pero me estaba prohibido todo acercamiento o la mera confianza. Sólo le había hecho comprender que por mi parte no cabría esperar nunca ninguna clase de maltrato; por el contrario, le había demostrado que por mi parte tendría toda la ayuda que discretamente fuera posible, y así sería (…) La agradable sorpresa ocurrió el 14 de enero de 1983, un viernes. Como cada mañana, Rudolf Hess había soportado en mi dispensario el reconocimiento matutino. Llevaba unos minutos pedaleando en su bicicleta estática para activar la circulación, tras lo cual me preparaba para darle un masaje que le tonificara los músculos. Y el me lo agradeció cortésmente con las palabras “Chukran Jazielen”. Me quedé totalmente sorprendido, sin saber si era sueño o realidad. ¿Me había dicho este hombre ‘muchas gracias’ en árabe? ¡Y qué bien hablaba y pronunciaba el árabe! Tardé varios minutos en reaccionar. ¿Qué esperaba Hess de mí? ¿Cómo debía reaccionar? Tras cuatro o cinco minutos volvió su cabeza hacia mí, me miró y dijo: “Yudaju fi nahri mä lä Yujedu fu – el bah-rie”, que quiere decir: ‘Lo que hay de abundancia en el río, no lo hay en el mar, y lo que hay de abundancia en el mar, no lo hay en el río’. Esta sentencia árabe encierra toda una filosofía. Viene a querer decir que lo que se adivina en el cielo no se puede alcanzar en la tierra,y al revés. Sabios árabes podrían escribir todo un tratado con esto” (pp. 87-88).
Este testimonio entraña una importancia extraordinaria y de primer orden para determinar la identidad del prisionero de Spandau, pues es ampliamente sabido que Rudolf Hess nació en Alejandría, Egipto, y que pasó en tal ciudad los primeros catorce años de su vida, a más de posteriormente intensificar el estudio de la lengua árabe. Así, resultaría claro que nunca hubo tal doble, toda vez que éste, desde luego, ignoraría por completo tal habla.
Más adelante, Abdullah asienta que ya se había dado cuenta que el prisionero poseía “un inglés fluido y un francés bastante aceptable”, lo que es ciertamente conocido en el caso de Hess. Aquí cabría entonces preguntarse también si el “doble” alegado por Thomas dominaba esos idiomas. Luego, tras servirle un almuerzo, el enfermero recibió las gracias de su paciente así como la frase siguiente: “Bukra yatahalu elmataru” (“mañana lloverá”). Y agrega:
“Ahora sí sabía que lo había oído de verdad y todas mis dudas quedaron despejadas; para mí aquello era la base de una gran amistad. Por un lado, oía yo mi querida lengua materna en aquel ambiente extranjero; por otro, sentía que el prisionero al menos no se sentía vigilado por mí y que, de alguna manera, me había ganado su confianza; y por otro me quedaba claro que ahora existía la posibilidad de poder ayudarle sin que pudiéramos ser espiados o escuchados por terceros. Nadie sabe lo favorable que podía y debía ser eso” (pp. 89-90).
Y luego un párrafo fundamental:
“A partir de ese momento aprovechábamos cada ocasión que se nos ofrecía para hablar en árabe. Él hablaba un árabe relativamente bueno, con fuerte acento egipcio, lo que a mí como tunecino no me extrañaba porque sabía de su infancia en Alejandría, lo que me explicaba el enigma de por qué este hombre conocía mi idioma (…) En casa y en la escuela se le hablaba predominantemente en alemán, pero naturalmente en una casa colonial de cierto nivel había personal de servicio como jardineros, niñeras, cocinero, etcétera, generalmente seleccionados de entre los egipcios. Por tanto, era natural que Hess, en su entorno medio egipcio, adquiriera el árabe como segunda lengua y, como cada niño, lo aprendiera jugando” (p. 90).
Años después, el propio Hess, ya en Alemania, intensificaría el uso de aquella lengua en virtud de que su familia tenía tratos comerciales con muchos árabes. En síntesis, el prisionero de Spandau dominaba aceptablemente esa lengua según el testimonio de su enfermero y eso echa por tierra la teoría de que no fuera realmente Rudolf Hess. Abdullah informa también, como ya se dijo, que muchas ocasiones conversó en árabe con su paciente a fin de sustraerse a oídos extraños.
Otro dato adicional de importancia no menor es anotado por el fiel enfermero: a diferencia de lo dicho por el doctor Thomas de que el prisionero ignoraba en absoluto las reglas del tenis –deporte que es sabido era muy del gusto de Hess–, su paciente era un apasionado conocedor de las mismas “y me las explicaba con entusiasmo y placer”. Decía que en su juventud había sido un gran jugador de tenis “y que siempre había esperado que su nieto fuera igualmente entusiasta de este deporte” (p. 93). Item más: Abdullah informa que el 13 de julio de 1985 se permitió a Hess contemplar el partido de tenis en el que el joven alemán Boris Becker derrotó en la final de Wimbledon al francés Lecomte, lo que lo llenó de entusiasmo y orgullo. Una prueba más de que Hess sí era Hess…
Y en cuanto al famoso vuelo de paz a Escocia, un día Abdullah se atrevió a preguntarle si Hitler estaba o no enterado de aquella misión. A lo que el prisionero respondió no tan enigmáticamente:
“Herr Melaohui, usted es enfermero de profesión. Si usted prepara a un paciente para una cirugía en el quirófano, ¿empieza usted inmediatamente la operación o espera usted hasta recibir instrucciones de un cirujano? ¡Véalo usted mismo!” (p. 99).
Muchos otros detalles de su vida diaria junto a Hess narra el enfermero Melaohui, y en cuanto a la muerte de aquél asegura categóricamente que el antiguo Stellvertreter fue asesinado para evitar que realizara ciertas declaraciones si es que realmente se hallaba a punto de ser liberado. Hess fue estrangulado por dos misteriosos guardias enfundados en uniformes estadunidenses incompletos amparados en la connivencia británica el 17 de agosto de 1987. De hecho, se impidió al enfermero auxiliarlo y cuando llegó a su lado ya estaba muerto. A lo largo de los años siguientes, Abdullah Melaouhi fue presionado y hasta amenazado de muerte para que olvidara todo lo relacionado con Hess y lo que había constatado el día de la muerte de éste, pero pasado un tiempo escribió un amplio testimonio de su vida junto al prisionero, que es el que he venido citando.
Rudolf Hess y Abdullah Melaouhi, una amistad estrecha e inesperada a la que sólo la muerte pudo poner fin…