Por: Luis Reed Torres
–VIII–
En el marco de las acciones emprendidas por el Presidente Calles para recuperar el dominio de México sobre la riqueza petrolera yacente en su subsuelo –asunto al que me referí en la entrega anterior–, también pueden contarse una serie de leyes relativas a la propiedad de la tierra aprobadas por el Congreso mexicano entre fines de 1925 y principios de 1926. Por la ley de 23 de diciembre se prohibía a los extranjeros ser propietarios de tierras dentro de los cincuenta kilómetros de la costa mexicana o dentro de los cien kilómetros a lo largo de las fronteras. Otros preceptos contenidos en una Ley de Tierras de Extranjeros establecían que éstos o sus compañías no podían tener sino participación minoritaria en sociedades mexicanas con fines agrícolas. En el caso de las compañías extranjeras se tendría que disponer del excedente dentro de diez años; en el caso de individuos extranjeros tendría que hacerse dentro de un término de cinco años después de su muerte. Adicionalmente se realizaron otros esfuerzos para prevenir el control de extranjeros sobre las compañías mexicanas.
A las protestas oficiales estadunidenses por la restricción de adquirir propiedades en México, el gobierno callista replicó que no hacía nada contrario a lo que los propios Estados Unidos tenían establecido sobre el particular en su propio territorio, en el que, por ejemplo, las legislaciones de los Estados de Illinois y Texas eran mucho más severas y restrictivas que las leyes mexicanas en cuanto a la adquisición de tierras, títulos o intereses por extranjeros. Item más: un derecho reconocido de derecho internacional estipula que un país no puede denunciar como violación de derechos los que él mismo no concede en su territorio.
Por esos mismos días se expidieron leyes y disposiciones encaminadas a la reglamentación del principio general establecido en la Constitución de 5 de febrero de 1917 y del particular contenido en el artículo 27. Entre éstas se contó la Ley Reglamentaria de 26 de diciembre de 1925, que ratificó los conceptos constitucionales sobre el dominio directo del petróleo: inalienabilidad, imprescriptibilidad y manera de explotarlo. Igualmente se declaró de utilidad pública la industria petrolera que gozaba de preferencia a cualquier aprovechamiento de la superficie del terreno. Por otra parte, se estipuló la facultad de expropiar mediante indemnización sobre la superficie del terreno y se prohibió transferir a gobiernos extranjeros las concesiones otorgadas.
En tal orden de ideas, el 30 de marzo de 1926 se expidió el Reglamento de la ley anterior, en el que se desarrollaron con mayor detalle los principios de la misma.
Por lo que corresponde a las explotaciones iniciadas antes de la promulgación de la Constitución de 1917, se estableció la confirmación sin costo alguno y mediante concesiones de los derechos derivados de terrenos y contratos celebrados antes del primero de mayo de 1917 para efectuar trabajos de explotación petrolera, y se subrayó que semejantes confirmaciones se otorgarían por un plazo máximo de cincuenta años. Por lo demás, esta confirmación debería solicitarse dentro del plazo de un año a partir de la vigencia de la ley citada.
Naturalmente, todo lo anterior produjo una gritería ensordecedora tanto de la prensa estadunidense como del embajador Sheffield –quien se profesaba mutua antipatía con Calles, como ya se dijo anteriormente– y de las propias compañías petroleras. Y las tensiones se vieron agravadas cuando por esos días México y Estados Unidos apoyaron a bandos contrarios en Nicaragua, donde un grupo dirigido por Augusto Sandino, a quien se llamó «general de hombres libres», se opuso al gobierno respaldado por la Casa Blanca.
Por esos años, la compañía petrolera más grande de México era «EL Águila», de capital británico, aunque los intereses estadunidenses eran los más productivos, pues controlaban el 58 por ciento de la producción de petróleo mexicano, los ingleses el 34 por ciento y los mexicanos apenas el 1 por ciento (Posteriormente esta tendencia se revirtió y los ingleses pasaron a ocupar el primer lugar).
El historiador estadunidense John W. F. Dulles asienta que «la discusión fue acalorada» tanto en México como en Estados Unidos, y que «había escritores al norte del río Bravo que criticaban a las compañías petroleras y a la actitud que había asumido el Departamento de Estado, la cual, notaron, alentaba a esas compañías a no cumplir con la ley mexicana del petróleo (…) Gran parte de la prensa de los Estados Unidos llegó a sensibilizarse por ‘la cuestión de México’ y aparecieron acalorados editoriales acerca de la situación y el posible rompimiento de relaciones diplomáticas. Los diarios Hearst acusaron a cuatro senadores de los Estados Unidos de haber aceptado del gobierno mexicano un cohecho por alrededor de un millón de dólares, acusación que resultó falsa (…) Los que con mayor energía pidieron la intervención fueron el senador Albert V. Fall, presidente del Subcomité del Senado que estudiaba el asunto, y el señor E. L. Doheny, de la Asociación Nacional Para la Protección de Derechos Americanos en México. Mientras que el senador William E. Borah pedía un arreglo pacífico, algunos de los intereses petroleros de los Estados Unidos se unieron al clamor de pedir la intervención» (Dulles, John W. F., Ayer en México. Una Crónica de la Revolución (1919-1936), México, Fondo de Cultura Económica, 1982, 653 p., pp. 292-295).
En el marco de ese vaivén de declaraciones encontradas que tensaban peligrosamente la situación, el Presidente Calles ratificó su posición en el curso de una entrevista que concedió (23 de febrero de 1927) al periodista Isaac Marcosson, de The Saturday Evening Post, en la que, al referirse a las inversiones extranjeras, precisó lo siguiente:
«No tenemos ninguna intención de construir una muralla china que nos aísle del resto del mundo. Tal política sería un suicidio y no tenemos ninguna intención de suicidarnos. Nuestros brazos están abiertos para recibir a todo extranjero que llegue en paz y con intención de convivir en armonía económica. Pueden contar con nuestra ayuda y protección.
«Esto no significa que no tratemos de defendernos contra lo que yo llamo capital inhumano; en otras palabras, contra el capital que venga a México a explotarnos y a llevarse la riqueza que extrae del país. Tales capitales no respetan las instituciones nacionales; simplemente tratan de absorbernos» (Los Presidentes de México. Discursos Políticos, 1910-1988, Presidencia de la República y El Colegio de México, México, 1988, Tomo II, 431 p., p. 161. Énfasis de Luis Reed Torres).
Llevado por el periodista Marcosson al terreno de la delicada cuestión petrolera y los «derechos creados» de las compañías, Calles fue contundente:
«El gobierno ordenará y asegurará los derechos de propiedad que, por el momento, se hallan muy inseguros. Naturalmente nuestra actitud reforzará al mismo tiempo el principio de los derechos de la nación a su subsuelo. Esto será posible sin afectar derechos creados, a los que más bien queremos afirmar.
«Muchas compañías han adquirido tierras por compra o arrendamiento –prosiguió el Presidente–, y con ello el derecho de explorar la existencia de petróleo. Lo que el gobierno hace ahora es confirmar esos derechos a través de concesiones. Puedo asegurar que si esta operación se expresa en términos monetarios, las compañías no perderán ni un centavo. Tampoco nos opondremos a que desarrollen sus propiedades. Bajo las concesiones relacionadas con la confirmación de sus derechos –e insistimos en la necesidad de que se lleve a cabo tal trámite–, habrá un mayor grado de cooperación con el gobierno. Esto significa regulación, tanto policiaca como técnica» (Ibidem, p. 161).
Y cuando el periodista Marcosson le hizo notar que cuando las compañías adquirieron las tierras los compradores tenían los derechos exclusivos sobre la propiedad y que, por tanto, las regulaciones confirmatorias eran retroactivas y confiscatorias, Calles repuso con franqueza:
«¿Cómo puede esto significar confiscación si la nueva ley confirma los derechos a la tierra adquiridos antes de la Constitución de 1917? En términos de estas concesiones otorgamos a las compañías el derecho de operar durante cincuenta años. No existe campo petrolero con una vida tan larga» (Loc. Cit., pp. 161-162).
La crisis entre las dos naciones llegó a su punto máximo cuando el gobierno mexicano ocupó militarmente varios de los campos petroleros con el objeto de impedir que continuaran operando las empresas que se negaban a cumplir con la nueva legislación. El Presidente Calles, que conocía la enorme influencia de las compañías y el amplio dominio que ejercían sobre vastas zonas, dispuso incluso que en caso de registrarse una intervención armada en el área, el general Lázaro Cárdenas, jefe de operaciones en la región, incendiara los pozos petroleros (De la Torre Villar, Ernesto y Navarro de Anda, Ramiro, Historia de México. De la Independencia a la Época Actual, México, McGraw Hill, 1995, 354 p., p. 301).
Cuando en 1927 se agotó el tiempo para que las empresas petroleras cumplieran con las disposiciones legales mexicanas, se produjo el peligroso reto para Calles: aquéllas dejaron pasar el plazo y, seguras del apoyo oficial estadunidense, esperaron a que el Presidente tomara la decisión de actuar, es decir detener sus actividades o anular sus derechos. El Presidente optó por una solución intermedia: frenó el trabajo de las compañías rebeldes en las nuevas perforaciones, pero dejó continuar el trabajo en los pozos que ya estaban funcionando antes del primero de enero de 1927. En realidad, tanto el embajador Sheffield como las compañías petroleras deseaban que hiciera uso indiscriminado de la fuerza, incluido el derramamiento de sangre, para tener así un casus belli que acelerara la intervención militar yanqui.