Por: Ignacio Herrera Cruz
Es un año que querremos olvidar, pero al que no podremos dejar de recordar.
2020 ha sido un tiempo anómalo, en el que se han frustrado sueños personales, familiares, grupales y nacionales.
Estudiantes que se quedaron con las ganas de haber compartido la ceremonia y fiesta de graduación con sus compañeros de años, de haber realizado un viaje de fin de cursos, de haber compartido cafés con sus amigos.
Novios que tenían proyectada su boda, modesta o fastuosa y que tuvieron que someterse a la tiranía del virus.
Soñadores que tenían proyectado un viaje, fuere a la playa o a ultramar y que se encontraron o encerrados, o con el riesgo de infectarse o, de plano, con una cancelación.
Empresarios que habían inyectado recursos en un negocio y que se vieron forzados a cerrarlos, mientras los clientes dejaban de acudir.
Los adictos a los deportes, de pronto se quedaron privados de su droga favorita, ya sea porque no podían practicarlos en los espacios públicos, verlos en vivo o simplemente disfrutarlos en la televisión.
Más allá de los estragos que el Covid-19 ha causado en la salud de millones de personas alrededor del mundo, en centenares de miles de casos provocando la muerte, y de afectaciones económicas no vistas en esta escala jamás, queda también el saldo que le ha pegado a la imaginación, a la esperanza.
Muchos han reivindicado el papel favorable que ha jugado la tecnología para permitir que las comunidades, los trabajadores, los seres queridos siguieran conectados y en operación pero es indiscutible que el contacto cercano, humano, se extraña; que ha quedado dislocado, que cada interacción con un desconocido, inclusive con un cercano, era un peligro potencial.
Sí, 2020 ha significado que el viejo dicho de que las cosas puedan cambiar de un momento a otro se haya vuelto una dolorosa verdad.
¿Usted, amigo lector, piensa como yo que lo que vivimos hasta mediados de marzo cobra un tinte de irrealidad?
Eran días en los que podíamos concertar una cita en un café y acudir sin cubrebocas, en los que acudir al supermercado no implicaba preparativos casi bélicos, pasear y comprar en un centro comercial y meterse al cine en un impulso era algo común y corriente y no una utopía; en los que llamar a alguien por teléfono era una opción posible, no la única.
Hasta hace unos meses subirse por gusto a un avión e ir a Acapulco, Las Vegas o Tokio, por el simple placer de descansar, divertirse o ir a conocer algo nuevo era una realidad que tenía sentido. En lo que luego sucedió, un turista, un viajante, despertó temores medievales o anteriores, era un probable foco de contagio, el heraldo de la enfermedad invisible. Era alguien cuyo dinero no era apreciado.
Y en la otra cara del espejo, quien se había preparado para recibir un huésped, un cliente, un comensal, se quedó aguardando a un desconocido que por temor o voluntad prefería no abandonar su casa y de plano realizar una visita virtual privándose de sabores, contactos, paseos.
Así como los seres humanos hemos recurrido al espiritismo, a las ouijas, a los conjuros, a las grabaciones, a los videos, para comunicarnos con los fantasmas, muchos recurriremos a nuestras memorias para imaginar los días, las semanas, los meses perdidos. Lo que pudo ser y no fue.
2020 nos ha sometido a una dura prueba en nuestra fortaleza psíquica, al obligarnos a estar encerrados con nosotros mismos, nos enfrentó a nuestras pesadillas y frustraciones. Cada uno encaró a sus espectros de manera personal, única, irrepetible.
Todo parece indicar que 2021 será un año de creciente normalidad, en el que recuperaremos viejos hábitos, en el que retornaremos a lugares masivos de convivencia, en el que los escolares regresarán a las aulas tradicionales y sí, en ese futuro que está a la vuelta de la esquina, voltearemos la mirada hacia el 2020, el de los meses vacíos, el año fantasmal que nos perseguirá en las noches con su amenaza de vuelta, sumiéndonos en el terror.