Por: Ignacio Herrera Cruz
La pandemia ha afectado este año todas las actividades económicas, entre las que han sido más dañadas por la necesaria presencia del público, tenemos a las artes. Un caso particular y que puede sufrir modificaciones importantes a consecuencia de esto, es la exhibición cinematográfica.
Ir al cine es una actividad social, un hábito que se fue formando a todo lo largo del siglo XX y que tuvo su propia evolución. Así, en sus años formativos se fueron adaptando diferentes espacios para las proyecciones. Recordemos que fue en el castillo de Chapultepec la primera vez que se vio en el país una película en el entonces nuevo invento, a continuación la función inaugural sería en la Droguería Plateros, hoy calle de Madero, en el Centro Histórico de la Ciudad de México. Luego, al consolidarse la industria, se crearon las salas especializadas, la mayoría lujosas, enormes y en áreas céntricas.
Después, los cines se hicieron más pequeños y se ubicaron en los centros comerciales. Este es el modelo que ha prevalecido en los últimos años: una oferta de diferentes salas, con atractivos como comida gourmet y bebidas alcohólicas, asientos con variables de conformidad y sonido de alta fidelidad.
Pues bien, el Covid pone en riesgo toda esta ecología. Los distribuidores de la noche a la mañana se encontraron imposibilitados de colocar de manera inmediata sus productos ya terminados, los espectadores sin poder disfrutarlos, los exhibidores tanto sin público como sin películas.
Las grandes productoras encontraron la salida temporal en una forma de ver películas que también existía hace décadas: el pago por evento. Disney mandó directo a los canales de su propiedad Trolls World Tour 2 y tuvo un gran éxito. Otra producción de gran costo, Mulan con actores de carne y hueso, también se distribuirá bajo el concepto de video sobre demanda (VOD por sus siglas en inglés), a través de Disney+.
El verano en el hemisferio boreal es para los estudios de Hollywood la época en la que presentan sus grandes superproducciones, en las que se ha invertido una enorme publicidad y en la que se apuesta al escapismo. Al haberse cerrado esa puerta y con enormes cantidades en juego, el recuperar lo más posible a través de las plataformas alternativas y sacar el producto, era la opción lógica.
Pero esa respuesta también supone un gran desafío para las cadenas cinematográficas que están reabriendo paulatinamente y han visto limitado el número de clientes que se les permite recibir, con la correspondiente disminución de ingresos en taquilla y dulcerías y sin nuevas películas que seduzcan a los clientes para dejar sus hogares.
Y si las cadenas, que apelan al público masivo están en peligro, imaginemos las salas pequeñas, de nicho, que tienen que cumplir con las normas sanitarias impuestas por las autoridades, con el temor del público a meterse en un espacio cerrado y con la incertidumbre de cuanto durará la situación.
Así, mientras las producciones de televisión aumentan su presupuesto, y con ello tienen acceso a mejores efectos especiales y a contar con actores de renombre, que antes evitaban la llamada pantalla chica, el ir al cine enfrentará su prueba de fuego en esta década.
El séptimo arte, a pesar de todo, se encuentra en una mejor situación que el teatro, la danza o la ópera, en donde lo invertido no se recuperará con aforos limitados, con la escasez de dinero entre los consumidores y con la posibilidad más probable que los actores e intérpretes se contagien por el contacto físico continuo.
El 2020 resultará un año de inflexión para las artes escénicas, pero confiemos en que, como antaño, y luego de vencer los temores y la carencia de recursos, retornemos a los contactos sociales y confiemos unos en los otros para que las salas de cine, los teatros y los auditorios, no sufran la suerte de los dinosaurios.