Por: Ignacio Herrera Cruz
Una parte del Londres victoriano que no se nos ha contado, es que era una ciudad en la cual sus habitantes tenían que sufrir una suciedad mayor de la que se vive en la actualidad.
El carbón era la principal fuente de combustible para mover las fábricas y calentar las casas, por lo tanto, el hollín constantemente ensuciaba la ropa, fuera desde el ambiente o por los residuos que producía; las calles no estaban pavimentadas en su mayoría y el barro hacía que el calzado, los vestidos, los pantalones, se enlodaran.
Ese problema sólo se pudo resolver hasta bien entrado el siglo XX, todavía en 1952 la mala calidad del aire provocó la muerte de miles de londinenses; el problema no era exclusivo de la Gran Bretaña, mientras más se industrializaba el mundo, mayores eran los índices de contaminación.
Los avances médicos, prolongaron la probabilidad de vida y desplomaron la mortalidad infantil, así es que la población humana creció de manera vertiginosa a lo largo del siglo anterior; en tanto, los países más ricos desde los años 60 se empezaron a concentrar en mejorar el medio ambiente – la calidad de aire que se respira, productos biodegradables –los más atrasados no podían darse ese lujo, en especial sobresalen los casos de China e India.
China, desde la asunción del poder por parte de Deng Xiaoping en 1978, e India en 1991 a partir del asesinato de Rajiv Gandhi y bajo la guía del primer ministro Narasimha Rao, comenzaron un proceso de liberalización económica, lo que ha llevado a ambas naciones superpobladas a tener décadas de gran crecimiento económico, eso, a la par, provocó que las ciudades de esos países se encuentren entre las más contaminadas del mundo, con un aire irrespirable, casi letal.
Tan es así, que para los Juegos Olímpicos de 2008, China obligó a que meses antes del comienzo del evento, la industria parara actividades a decenas de kms del centro de Pekín, a fin de no afectar a los atletas y a los visitantes.
Pero el ser humano no es el único ocupante agresivo de la Tierra, desde siempre ha coexistido con los virus, que han buscado adaptarse a nuestra especie, en algunos casos provocan enfermedades que llevan a una rápida mortalidad, en otros casos colonizan nuestros cuerpos largo tiempo, en busca de su propia supervivencia y expansión.
Vacunas, medicinas y anticuerpos generados por nuestro propio organismo están en constante batalla con los virus, normalmente los contenemos, pero hay ocasiones que una nueva cepa escapa de un control regulado y provoca pandemias. En la actualidad padecemos una de ellas que afecta al sistema respiratorio.
Ante la disyuntiva de conservar la normalidad o tratar de preservar del contagio y, por lo tanto, la salud de un mayor número de personas, se optó por lo segundo, medidas draconianas detuvieron las actividades cotidianas en casi todos los países del mundo.
Y el efecto a lo largo del planeta ha sido notable: el ruido disminuyó significativamente en las zonas habitadas; los Himalayas que ya no se veían a cientos de kilómetros se aprecian a simple vista en ciudades en las que no sucedía esto desde 1945; ballenas regresaron a la bahía de Acapulco; los animales silvestres volvieron en gran número a los espacios públicos abandonados.
El costo económico ha sido altísimo. Pero el respiro al planeta obliga a replantear lo bien y lo mal que los humanos estamos haciendo con nuestra casa común. El gran desafío del siglo XXI será conciliar las necesidades del crecimiento poblacional, de mejorar la calidad de vida material de las personas y de respetar y conservar las aguas, los ecosistemas y el ambiente.
El Covid19 nos ha proporcionado la oportunidad de reflexionar hacia dónde vamos, qué es lo que queremos y cómo será posible lograrlo. Los animales aprovecharon el enclaustramiento humano para salir de su confinamiento, es la hora urgente de que nuestra especie vuelva a integrarse con la naturaleza, respetándola.