POR: LUIS REED TORRES
VII y Último
Demostrado en la entrega anterior que el comunismo no constituye ni alcanza en manera alguna la categoría de ideología ni de ciencia política, de acuerdo a las acepciones o cánones universalmente aceptados sobre el particular, cabe preguntar entonces si se le puede considerar ciencia económica.
Veamos:
Si economía es la «administración recta y prudente de los bienes», el estudio de «la producción y distribución de la riqueza», y la «administración de los recursos a efecto de su mayor aprovechamiento» (Palomar de Miguel, Juan, Diccionario Para Juristas, México, Mayo Ediciones, 1981, 1,439 p., p. 485), es perfectamente comprobable que el comunismo malamente pudo constituir una ciencia económica, toda vez que ni administró recta ni prudentemente los bienes, ni produjo ni distribuyó riqueza, ni administró con miras al aprovechamiento colectivo, tanto más cuanto que en los países en que imperó — y en los pocos en que aún impera– surgió un grupo privilegiado –la «nueva clase», le llamó el yugoslavo Milovan Djilas; la «nomenklatura», le bautizó el ruso Michael Voslensky– que explotó inicuamente a sus gobernados; ni más ni menos que como Marx lo soñaba para sí una vez desaparecida la democracia. Esto es axioma.
Además, fue en los países cautivos del comunismo donde resultó ser más aguda la carencia de bienes y servicios y donde la economía fue férreamente sujetada a controles que la desnaturalizaron y le impidieron ser verdadera economía. En otras palabras, la economía, o es libre para serlo –con alguna observancia precisa y genéricamente aceptada que impida determinados abusos muy concretos y concilie a todos los núcleos sociales y a los sectores de la producción para impedir la llamada lucha de clases–, o automáticamente deja de ser economía para convertirse en un medio o una forma de control estatal, sin perjuicio, claro está y como acabo de enunciar, de contemplar la intervención oficial en muy precisas y concretas circunstancias de carácter transitorio.
Por si fuera poco, en lo que se refiere a la teoría esencial de Marx de que el valor de cambio de un bien se debe únicamente al trabajo en él aplicado, y de que la tierra, la maquinaria y las materias primas no coadyuvan en nada, también se percibe claramente la falsedad: si solamente el trabajo constituyera la única fuente creadora de valor, las ganancias decaerían al aumentar la maquinaria y disminuir la mano de obra, cosa que ciertamente no ocurre jamás. Y esto colocó a Marx en un dilema del que nunca pudo salir, a pesar de su peregrina explicación –expuesta muchos años después– de que si bien semejante tesis no era aplicable a una empresa en particular, sí lo era si se aplicaba globalmente. Dicho de otra forma, Marx jamás pudo aclarar la confusión que causó cuando insistió en que las horas de trabajo consagradas a un artículo eran las que daban a éste su valor, en lugar de lo que en realidad ocurre con la ley de la oferta y la demanda.
Finalmente, ¿poseyó el comunismo las características de una filosofía humanista?
Si, como definición generalmente aceptada en el transcurso de la historia, filosofía «es el conocimiento explicativo de lo real, referido a sus causas y fundamentos y alcanzado por la luz natural de la razón», resulta obvio que tampoco pudo el comunismo encuadrar en este renglón, pues su férreo dogmatismo ignoró conscientemente «lo real» para sumergirse en lucubraciones y sofismas que la historia y la vida cotidiana se encargaron de desmentir, y en los que, «la luz natural de la razón» brilló con refulgente obsesión por su ausencia. Sumisión y sujeción fueron elementos clave de todo régimen comunista que se respetara, y esto lo mantuvo infinitamente lejos de cualquier manifestación de corte humanístico, que hace de la proyección y la plenitud espiritual su máxima meta.
Contemplado Marx personalmente como un individuo cargado de fobias, odios, mezquindades, envidias e intolerancias –tal y como se ha visto a lo largo de estas entregas–, malamente, en consecuencia, podría encajar en el respeto a «la dignidad y valores del hombre» que el humanismo ha pregonado tradicionalmente. Como tampoco es dable colocarlo como un individuo de espíritu libre que avala el poder de la razón, el intercambio libre, franco y llano de ideas y el debate y la investigación públicos. En este sentido, por el contrario, Marx queda clasificado, sin esfuerzo alguno, de mortal e irreductible enemigo del humanismo, según se ha visto con claridad.
Item más: a pesar de que Friedrich Engels le suministró en total 150 mil marcos, según cálculos conservadores, y de que desde luego fue su amigo y correligionario, cuando en 1863 murió Mary Burns, esposa de Engels, Marx envió a éste un sentido pésame ¡de dos líneas!, y en el resto del texto se apresuró a pedirle más dinero. Materialista y todo, Engels se sintió ofendido y Marx tuvo que disculparse posteriormente. Y cuando en diciembre de ese mismo año murió la madre de Marx y le dejó una sustanciosa herencia –que Karl se vio precisado a compartir con sus hermanas–, no tuvo empacho en escribir: «En las presentes circunstancias yo era más necesario que la vieja. Tengo que marchar a Tréveris con motivo de la herencia». Y desde luego le pidió de nuevo dinero a Engels para emprender rápidamente el viaje (Blumenberg, Werner, Marx, Barcelona, Salvat Editores, S.A., 1984, 205 p., pp. 130-134-136-137. Enemigo mortal de la burguesía, Marx gustaba aparentar que vivía la cómoda vida de un burgués, aunque sin mucho éxito, según testimonio de quienes con él convivieron).
Tal fue la profunda adhesión de Karl Marx al humanismo…
Y como hace notar el acucioso investigador Nathaniel Weyl, Marx atestiguó diversas explosiones estéticas en la música, la escultura y la pintura de la Europa de su tiempo y, sin embargo, ninguna manifestación personal de sensibilidad es dable observar o captar en su correspondencia con Engels ni mucho menos en sus escritos. No fue Marx, en una palabra, proclive a las artes ni especial amante de la naturaleza; y ni siquiera procuró, como los hombres del Renacimiento, mantener impecable su apariencia personal, sino exactamente todo lo contrario, según dejé claramente consignado en texto anterior. ¿De dónde, pues, o por qué considerar a Marx humanista?
Pongo punto final a esta larga exposición de siete entregas sobre los desconocidos Marx y Engels con las siguientes reflexiones del incisivo y profundo observador Julien D’Arville, sin dejar de hacer notar que esto lo manifestó en 1972, cuando la subversión marxista se hallaba mundialmente en apogeo:
«Si Dios evita ese tan amenazante Apocalipsis o el reino del comunismo sobre todo el planeta, y con ello se disipa la mágica fascinación provocada en las ‘inteligencias’ por la epopeya conquistadora del marxismo, y liberadas ellas de su trance obnubilatorio, recobran su libertad de juicio y crítica, los futuros sabios, al contemplar nuestro presente intelectualoide, lanzarán la carcajada más homérica que haya resonado en los espacios»(D’Arleville, Julien, Marx, ese Desconocido. La Desastrosa Historia del Fundador del Comunismo, Barcelona, Ediciones Acervo, S. A., 1972, 189 p., p. 17).