Por: Luis Reed Torres
De verdad resulta ridícula –por decir lo menos– la manía obsesiva de Andrés Manuel López Obrador de enderezar cotidianamente sus baterías contra «los conservadores». No hay discurso presidencial que no cargue contra ellos y, así, «los conservadores» son culpables prácticamente de todos y cada uno de los males que aquejan al país: que hubo rechazo generalizado al nombramiento de Rosario Piedra al frente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, los responsables de tal descontento son «los conservadores»; que la incidencia delictiva se mantiene al alza y se halla muy lejos de disminuir, es una exigencia unilateral de «los conservadores»; que viene un magno movimiento de mujeres hartas de crímenes contra ellas, «los conservadores» las están manejando como títeres; que es harto evidente el nivel de corrupción que también ha caracterizado a este gobierno en similitud de los anteriores, las críticas provienen de «los conservadores»; que ha habido violentos disturbios en las calles de la capital con destrozos y pintas tanto en oficinas y monumentos públicos como en negocios privados, fueron «los conservadores» disfrazados de anarquistas; que se desploma la popularidad del Presidente, es el costo que ha tenido que pagar por enfrentar a «los conservadores».
Y así, ad nauseam.
El método es sencillo ¿Pero es serio?
Lo que se conoce como Partido Conservador fue encabezado por don Lucas Alamán a partir de 1849, si bien hay que decir que nunca estuvo organizado como tal, es decir con dirigentes en diversas comisiones, órganos de representación y membresía inscrita, aunque sus simpatizantes se reconocían generalmente como adalides de las ideas e instituciones tradicionales que habían constituido durante trescientos años al territorio del país que después se llamó México. Pero en fin, para fines prácticos reconozcámoslo como partido según la historiografía usual.
Pues bien, el Partido Conservador operante, actuante, militante se acabó en 1867 con el fusilamiento de Fernando Maximiliano, Miguel Miramón y Tomás Mejía, es decir con la caída del Segundo Imperio Mexicano (don Lucas Alamán había muerto en 1853). Antes, los conservadores habían combatido con la palabra y con las armas al triunfante Benito Juárez en la Guerra de Reforma, también llamada de Tres Años (1858-1860).
Entre los personajes célebres conservadores, ya civiles, ya militares, puedo citar, además del ya mencionado Alamán, a José María Gutiérrez de Estrada, Ignacio Aguilar y Marocho, José María Roa Bárcena, Joaquín Velázquez de León, Luis Gonzaga Osollo, Miguel Miramón, Manuel Ramírez de Arellano, Tomás Mejía, Severo del Castillo y muchos, muchos más.
Pues bien, al igual que su Partido, el Conservador, tales individuos se hallan muertos y bien muertos desde hace siglo y medio, en números redondos.
¿Pretenderá el actual Presidente de la República polemizar en algún recinto con el fantasma del abogado y académico Aguilar y Marocho? ¿O con el del afamado escritor y periodista Roa Bárcena? ¿Deseará el Ejecutivo en turno cruzar aceros con el espíritu del intrépido Miramón, niño héroe en Chapultepec en 1847? ¿O competir en cargas de caballería con el de Mejía, famoso por sus acometidas en el campo de batalla?
Y ya que tanto le escuecen «los conservadores», me voy a permitir reproducir aquí un pequeño texto de don Lucas Alamán que se refiere precisamente a algunos de los puntos esenciales que ese grupo pretendía que predominaran en nuestro país.
Dice lo siguiente don Lucas en el periódico El Universal (no confundir con el actual diario del mismo nombre) el 9 de enero de 1850, después de casi treinta años de ininterrumpidas contiendas fratricidas:
«Nosotros nos llamamos conservadores (…) porque queremos primeramente conservar la débil vida que le queda a esta pobre sociedad, a quien habéis herido de muerte; y después restituirle el vigor y la lozanía que puede y debe tener (…) porque no queremos que siga adelante el despojo que hicisteis; despojasteis a la patria de su nacionalidad, de sus virtudes, de sus riquezas, de su valor, de sus fuerzas, de sus esperanzas (…) nosotros queremos devolvérselo todo (…) El Partido Conservador existe entre nosotros desde que nació el partido contrario, destructor (…) El Partido Conservador tuvo bastante fuerza desde su principio (…) pero el Partido Conservador no quiso hacer uso de su fuerza en el terreno en que se presentaban sus adversarios, en las intrigas tenebrosas de los clubes, en las revoluciones a mano armada, en los trastornos públicos, terreno enteramente desconocido de sus hombres (…) Por eso el Partido Conservador no ha promovido ninguna revolución (…) Los hombres del Partido Conservador han figurado algunas veces en la administración pública, y han ejercido alguna influencia en los negocios; pero influir no es dominar».
Lo dicho por Alamán es cierto por completo: la lucha civilizada que generalmente caracterizó a los caudillos del Partido Conservador se tradujo a la postre en su peor enemigo y por eso quedó finalmente derrotado en 1867. Pero eso ya es otra historia…
Por lo demás, y ante la creciente destrucción hoy de las instituciones mexicanas, seguramente muchos ciudadanos harían suyos los preceptos –¡ay, tan actuales!– de esa agrupación política desaparecida en el siglo XIX.
Vivimos, hay que decirlo, tiempos de demagogia. ¿Y cómo se define ésta? Pues así, por la Real Academia Española:
“1.- Práctica política consistente en ganarse con halagos el favor popular.
“2.- Degeneración de la democracia, consistente en que los políticos, mediante concesiones y halagos a los sentimientos elementales de los ciudadanos, tratan de conseguir o mantener el poder”.
También así:
“Empleo de halagos, falsas promesas que son populares pero difíciles de cumplir, y otros procedimientos similares para convencer al pueblo y convertirlo en instrumento de la propia ambición política”.
No quiero concluir, entonces, sin reproducir aquí una sentencia sobre el particular del ilustre parlamentario, filósofo y diplomático español del siglo XIX don Juan Donoso Cortés, Marqués de Valdegamas, muy ad hoc para los tiempos que hoy vivimos en nuestro país:
“La demagogia es una negación absoluta; la negación del gobierno en el orden político; la negación de la familia en el orden doméstico; la negación de la propiedad en el orden económico; la negación de Dios en el orden religioso; la negación del bien en el orden moral. La demagogia no es un mal, ES EL MAL POR EXCELENCIA. No es un error, ES EL ERROR ABSOLUTO. No es un crimen cualquiera, ES EL CRIMEN EN SU ACEPCIÓN MÁS TERRÍFICA Y MÁS LATA. Enemiga irreconciliable del género humano y habiendo venido a las manos con él en la más grande batalla que han visto los hombres y que han presenciado los siglos, el fin de su lucha gigantesca será su propio fin o el fin de los tiempos”.