–I de II–
Por: Luis Reed Torres
Al gobierno de Andrés Manuel López Obrador poco le importa remediar las carencias populares o que la gente eleve su nivel de vida de manera real y efectiva. Su propósito es simple y llanamente otro: el control político de las masas a través de dádivas y subsidios. Nada de eso solucionará los problemas de México y de su gente, pero sí resultará muy efectivo para dominar de manera omnímoda a la nación.
Desde luego que todos aquellos que de alguna u otra forma manifiesten su rechazo a semejantes intenciones –como ya sucede todos los días–, serán motejados –al igual a como ocurre hoy mismo– de huérfanos nostálgicos de la antigua «mafia del poder», de «fifís», de «conservadores», de «señoritingos», de «corruptos» y de otros mil etcéteras. La idea es dejarlos automáticamente descalificados, cuando no censurados y hasta eventualmente reprimidos. Los intentos serios de intentar refutar desde el poder los datos duros que exhiban los opositores saldrán sobrando, y cualquier personalidad reconocida por su lucidez intelectual es y será rechazada con lo que se denomina argumento ad hominem.
En fin, el escenario actual se presenta horrendo para mi país y deseo de todo corazón que no sea demasiado tarde para que México se vea inmerso en una tragedia en la que nos faltarán lágrimas para lamentarla y llorarla bastante.
No deseo en manera alguna, por otra parte, que se crea que albergo simpatías por aquellos personajes que compitieron contra López y que a la postre resultaron derrotados. Por el contrario, estoy cierto que tanto José Antonio Meade y Ricardo Anaya, como el Bronco o Margarita Zavala son parte de los mismos males que han resquebrajado a México en todos los órdenes durante largo tiempo, e igual pienso de Enrique Peña Nieto, Felipe Calderón y Vicente Fox, estos dos últimos ahora activos opositores de López sin ninguna autoridad moral para el efecto y hasta corresponsables de la llegada de éste al poder en virtud de sus desastrosos sexenios. Así, sólo repito un axioma que he utilizado en varias ocasiones: en política siempre hay posibilidad de empeorar. Y eso es precisamente lo que le pasó a México al arribo de López a la cima.
Existe otra forma de decirlo: México cambió las tribulaciones de una pulmonía por las desventuras de un cáncer que prácticamente ya ha empezado a hacer metástasis en poco menos de dos años.
Ahora bien, para entender a plenitud todo lo que ha venido ocurriendo en nuestro país en la época presente, es menester retroceder en el tiempo. De esa manera el panorama aparecerá mucho más claro todavía.
Cuando hace más de sesenta años Fidel Castro y su guerrilla pululaban por Sierra Maestra en Cuba con el propósito de derrocar al gobierno presidido por Fulgencio Batista, la comunicación, a pesar de sus notables avances ya por entonces, se hallaba en pañales si se le compara con los recursos de que hoy disponemos en todos los órdenes de esa materia y que logran que el mundo entero esté plenamente informado al instante –en tiempo real se le dice– de todo cuanto acontece.
En la época a que me refiero, sin embargo, no existían teléfonos celulares, internet, redes sociales y demás herramientas que, como en nuestros días, facilitaran la información de toda índole y la reprodujeran en segundos por todo el orbe.
En los años cincuenta del siglo pasado –bajo las circunstancias descritas de aquellos ayeres– eran realmente escasas las mentes lúcidas del peligro que Fidel Castro representaba si es que en algún momento lograra encaramarse en el poder. Cierto es que se conocían sus antecedentes por lo menos desde 1948, cuando participó en Colombia en disturbios comunistas contra el Presidente Mariano Ospina, pero diez años después esto ya se había prácticamente olvidado y ahora aparecía como supuesto libertador de Cuba (para el efecto, el influyente periodista Herbert Matthews, de The New York Times, se encargó de configurarle una aureola cercana a la santidad y le llamó «el Robin Hood de América»).
Así, aunque hubo voces minoritarias que alertaron contra Fidel, la verdad es que no fueron escuchadas. No había como ahora reproducción de noticias al instante, ni twitter, ni «memes», ni nada por el estilo. Es decir, la enorme mayoría del pueblo cubano permaneció ignorante del mortal peligro que le asechaba y muchas personas apoyaron decidida y decisivamente a la guerrilla castrista para que asaltara el poder. En otras palabras, miles y miles de cubanos –en cuantioso número de buena fe– abonaron felices el terreno para que Fidel ascendiera al sitial máximo del nuevo gobierno revolucionario. Y en corto tiempo vinieron la decepción y el desencanto; la preocupación y el temor. Y luego el terror…
Pero era demasiado tarde…
El 2 de diciembre de 1961, en La Habana, Fidel Castro –tan admirado públicamente por López y por la llamada Cuarta Transformación– rugió ya sin tapujos ante una multitud:
«¡Somos socialistas, seremos siempre socialistas! ¡Somos marxistas-leninistas, seremos siempre marxistas-leninistas»!
(Durante su primer viaje a Estados Unidos, en abril de 1959, a muy poco tiempo del triunfo de su movimiento, había declarado: «Sé que están preocupados por si somos comunistas. Pero ya lo he dicho muy claramente: no somos comunistas. Que quede bien claro»)
Naturalmente, el arrepentimiento colectivo en la isla fue notable. Muchos que pudieron huir lo hicieron de inmediato; otros se vieron precisados a esperar el momento oportuno para escapar, aunque pasaran años.
Emblemático de aquel mea culpa generalizado fue el suicidio en Caracas, en 1969, de Miguel Ángel Quevedo, propietario y director de la revista semanal cubana Bohemia, cuya carta-despedida-testamento político resulta ahora necesario reproducir aquí –así sea parcialmente– porque el caso guarda asombrosa similitud con lo que hoy vive México con López, tan admirador, insisto, de Fidel Castro.
Dirigida el 12 de agosto del año citado a su amigo Ernesto Montaner –a la sazón en Miami–, abogado famoso, punzante epigramista y colega periodístico de Quevedo, la carta del último director de Bohemia es sumamente ilustrativa en varios fragmentos que destaco a continuación con comentarios propios entre paréntesis:
«Cuando recibas esta carta ya te habrás enterado por la radio de la noticia de mi muerte. Ya me habré suicidado ¡al fin! sin que nadie pudiera impedírmelo, como me lo impidieron tú y Agustín Alles el 21 de enero de 1965.
«Sé que después de muerto llevarán sobre mi tumba montañas de inculpaciones, que querrán presentarme como el único culpable de la tragedia de Cuba. Y no niego mis errores ni mi culpabilidad; lo que sí niego es que fuera ´el único culpable´. Culpables fuimos todos. Los periodistas que llenaban mi mesa de artículos demoledores, arremetiendo contra todos los gobernantes. Buscadores de aplausos que, por satisfacer el morbo infecundo y brutal de la multitud, por sentirse halagados por la aprobación de la plebe, vestían el odioso uniforme que no se quitaban nunca»
(El desprestigio –por lo demás bien ganado– en que cayeron los gobernantes antes de López redundó en notas, artículos, editoriales, crónicas y caricaturas que paulatinamente fueron abonando el terreno para que López se alzara con el poder. La prensa cumplió su cometido, desde luego, en señalar los excesos cometidos en los últimos sexenios. Sin embargo –y tal vez sin quererlo–, eso provocó que se viera en López a un iluminado, a un redentor que, con su sola presencia en la cúspide, borraría de un plumazo todos los males de México. Y el pueblo mexicano olvidó, insisto, que siempre hay posibilidad de empeorar)
Sigue Quevedo: «No importa quién fuera el Presidente ni las cosas buenas que estuviese realizando en favor de Cuba. Había que atacarlos y había que destruirlos. El mismo pueblo que los elegía pedía a gritos sus cabezas en la plaza pública».
(Es obvio que ni Peña Nieto o Calderón, ni Fox o Zedillo registraron resultados puramente negativos. Los dos últimos mantuvieron la estabilidad monetaria sin grandes sobresaltos o incertidumbres. Con Zedillo el país se sobrepuso al llamado «error de diciembre» y se dio una sorprendente recuperación del empleo, así como un vigoroso aceleramiento al desarrollo de las carreras técnicas; y con Fox se dictaron medidas específicamente dirigidas a la construcción masiva de viviendas formales y a la creación del Seguro Popular de Salud, con miras a favorecer a cuarenta millones de personas. Calderón se caracterizó igualmente por la estabilidad económica y el bajo déficit público y liquidó la Compañía de Luz y Fuerza del Centro con todo y su corrupto sindicato; y Peña Nieto, además de crear tres millones de empleos formales, buscó con la Reforma Energética evitar el colapso de Pemex, y con la Reforma Educativa desplazar a los voraces sindicatos que impiden el sano desarrollo de los procesos escolares)
«El pueblo también fue culpable –continúa la carta despedida–. El pueblo que quería a Guiteras. El pueblo que quería a Chibás. El pueblo que aplaudía a Pardo Llada (…) El pueblo que acompañó a Fidel desde Oriente hasta el campamento de Columbia».
(Quevedo se refiere a Antonio Guiteras Holmes, Eduardo Chibás y José Pardo Llada, tres famosos líderes izquierdistas. En analogía con lo que ocurre en México, recordemos como «el pueblo» le dio el triunfo aplastante no sólo a López, sino también a los candidatos de Morena a diversos puestos. Y se vio a las masas rebosantes de júbilo y felicidad apapachando hasta el delirio al vencedor de la lid por la Presidencia de la República)
Continúa Quevedo: «Fidel no es más que el resultado de la demagogia y de la insensatez. Todos contribuimos a crearlo. Y todos, por resentidos, por demagogos, por estúpidos o por malvados somos culpables de que llegara al poder. Los periodistas que, conociendo la hoja de Fidel, su participación en el Bogotazo Comunista, el asesinato de Manolo Castro y su conducta gangsteril en la Universidad de La Habana, pedíamos una amnistía para él y sus cómplices en el asalto al Cuartel Moncada, cuando se encontraba en prisión».
(Otra analogía con lo sucedido en Cuba me permite parafrasear: López no es más que el resultado de la demagogia y de la insensatez. Todos contribuyeron a crearlo –aclaro que yo no voté por él y que, por el contrario, alerté siempre que pude sobre el peligro que representaba– por resentimiento e inconsciencia a pesar de sus conocidos antecedentes de agitador profesional en Tabasco –cuando tomó los pozos petroleros–; en la capital de la República, cuando bloqueó con sus huestes el Paseo de la Reforma y ocasionó graves perjuicios económicos– y en cualquier parte en que se parara y mandara al diablo a las instituciones. Por lo demás, el Manolo Castro mencionado por Quevedo fue un líder estudiantil, sin parentesco con Fidel, perteneciente al Movimiento Socialista Revolucionario –MSR– y antagonista del futuro dictador, afiliado a su vez a la Unión Insurreccional Revolucionaria –UIR–)