Por: Luis Reed Torres
Cúmplense por estos días 172 años de la famosa batalla de La Angostura (22 y 23 de febrero de 1847), cuando el general Antonio López de Santa Anna, a la sazón Presidente de la República y comandante en jefe del Ejército Mexicano, renunció lastimosamente a consolidar la victoria que prácticamente habían logrado sus tropas frente al invasor estadunidense encabezado por el general Zachary Taylor. Como es ampliamente conocido, los mexicanos combatieron con valor extremo al enemigo, lo desalojaron de las posiciones que inicialmente había ocupado y terminaron arrollándolo y obligándolo casi a levantar el campo. Empero, tras caer la noche y cuando todo mundo esperaba el golpe final contra los yanquis al despuntar el día siguiente –el propio Taylor incluido–, Santa Anna ordenó la retirada en medio del estupor general y cedió a los yanquis un valioso e inesperado triunfo.
Semejante conducta tiene amplia explicación, empero, si se conocen sus tratos secretos con la Casa Blanca, cuando don Antonio se hallaba el año anterior exiliado en Cuba y desde luego fuera de la presidencia.
En efecto, poco antes de la toma de Monterrey en septiembre de 1846 por el citado Taylor, el agente Alejandro Atocha, enviado por el jalapeño a Washington a conferenciar con el Presidente James Knox Polk, había transmitido a éste un mensaje por medio del cual don Antonio se comprometía a trabajar en un tratado de paz que no sólo estableciera el río Bravo como frontera definitiva de México con Texas, sino que rectificara por completo la línea divisoria entre nuestro país y Estados Unidos. Todo a cambio de una compensación económica de treinta millones de dólares para vigorizar la economía mexicana.
No sólo eso: por mediación de Atocha, Santa Anna aconsejó que el general Zachary Taylor –en esos momentos en Corpus Christi– se estacionara en el río Bravo.
Polk, un decidido expansionista y fiel observante del Destino Manifiesto, actuó con presteza y envió a La Habana al almirante Alex Slidell Mackenzie para que conferenciara con Santa Anna y ratificara o rectificara lo dicho por Atocha.
Así las cosas y luego de una conversación que duró tres horas en el curso de la cual Mackenzie ofreció a Santa Anna la posibilidad de restaurarlo en el poder en México, el almirante le aseguró que el Presidente Polk había ordenado se le dejara el paso franco en Veracruz, a despecho de los buques yanquis que bloqueaban el puerto.
Y luego Mackenzie abordó de manera llana el punto clave:
«Algunas porciones del territorio norte de México consisten en tierras baldías o en lotes escasamente poblados, y en parte habitados ya por nativos de los Estados Unidos. Estas porciones de su territorio, que probablemente se encuentran ya en estos momentos en poder de los Estados Unidos, serían los que México tendría que ceder al ajustar ese Tratado a cambio de una amplia compensación de dinero en efectivo que serviría para restaurar sus finanzas, consolidar su gobierno e instituciones y asegurarle la posición entre las repúblicas del nuevo mundo que el Presidente de los Estados Unidos desearía verlo ocupar, con lo cual cree que contribuiría al mismo tiempo a la grandeza y felicidad de México, así como de los Estados Unidos».
La respuesta de Santa Anna a semejante exposición, consignada oficial y documentalmente por Mackenzie al Presidente Polk, resulta digna de reproducirse íntegramente a pesar de su extensión, puesto que da cabal idea de los compromisos contraídos con los yanquis y explica, además, la posterior y controvertida conducta adoptada por don Antonio como Presidente de México una vez más y como comandante en jefe del Ejército Mexicano en las batallas que siguieron contra el invasor yanqui:
«El señor Santa Anna dice: que deplora la situación de su país; que si estuviera en el poder no vacilaría en hacer concesiones antes que consentir en que México estuviera gobernado por un príncipe extranjero, que los monarquistas están tratando de elevar al trono; que una vez restaurado a su país entraría en negociaciones para arreglar una paz por medio de un tratado de límites; que prefiere un arreglo amistoso a los estragos de la guerra que pueden ser calamitosos para su país; que aunque los republicanos de México trabajan por llamarlo y colocarlo a la cabeza del gobierno, éstos se encuentran obstruccionados por los monarquistas encabezados por Paredes y Bravo (se refiere a los generales Mariano Pares y Arrillaga, en esos momentos ocupante de la Presidencia de la República, y Nicolás Bravo, el antiguo y conocido insurgente); que desea que los principios republicanos triunfen en México y que se establezca allí una Constitución enteramente liberal, y que éste es ahora su programa; que si el gobierno de los Estados Unidos estimula sus patrióticos deseos, ofrece responder con una paz tal como se ha descrito. Desea que no se acepte la mediación de Inglaterra o de Francia, y que todos los esfuerzos se encaminen a favorecer su regreso al poder en México, protegiendo al partido republicano.
«Para obtener este objeto considera que el ejército del general Taylor avance a la ciudad de Saltillo, que es una buena posición, obligando al general Paredes a luchar, puesto que considera fácil su derrocamiento, y hecho esto el general Taylor puede avanzar hasta San Luis Potosí, cuyo movimiento obligará a los mexicanos de todos los partidos a llamar a Santa Anna.
«El general Santa Anna desea también que se guarde el mayor secreto respecto de estas conversaciones, y que se comuniquen únicamente por mensajero hasta donde sea necesario, puesto que sus compatriotas, sin apreciar sus benévolas intenciones de librarlos de la guerra y de otros males, podrían formarse una opinión dudosa de su patriotismo; que todos los cruceros americanos deberían recibir instrucciones, bajo el más estricto secreto, de no impedir su regreso a México. Aconseja igualmente que el pueblo de las ciudades ocupadas por el ejército americano no sea maltratado, para no excitar su odio. Considera importante atacar Ulloa (Ulúa) y juzga que sería mejor tomar primeramente la ciudad (se refiere a Veracruz), cuyas murallas no son fuertes, lo cual podría efectuarse fácilmente desembarcando tres o cuatro mil hombres. Considera importante la ocupación de Tampico y le sorprende que no se haya efectuado, puesto que habría podido hacerse tan fácilmente, puesto que el clima es sano en octubre y continúa siéndolo hasta marzo. Finalmente, desea que se cuide de su buena reputación en los periódicos de los Estados Unidos, y que se le represente como el mexicano que mejor entiende los intereses de su país, y como republicano que nunca transigiría con los monarquistas, ni estará jamás en favor de una intervención extranjera europea. Dice que sería bueno no bloquear los puertos de Yucatán, puesto que él cuenta con ese Estado y está en comunicación con sus autoridades; y tal vez se dirigirá a ese punto si las circunstancias hacen considerarlo favorable».
Tales fueron los puntos clave acordados por Santa Anna con el vecino del norte, por lo demás el enemigo natural de México desde antes que éste lograra su independencia de España.
Sorprendido ante la munificente obsequiosidad del jalapeño, el almirante Mackenzie le preguntó si convenía en comunicar el cuerpo de la conversación al general Taylor, y don Antonio sólo respondió con otra pregunta: ¿Era reservado el general Taylor?
Santa Anna, a lo posteriormente visto en los sucesos venideros, cumpliría sus promesas a los yanquis a pesar de organizar al Ejército Mexicano una vez que volvió al poder al amparo del invasor — que lo dejó desembarcar en Veracruz sin traba alguna– y de encabezarlo en batallas que, ¿calculadamente?, resultaron desastrosas para México.
(Las entrevistas que Polk concedió a Atocha en la capital norteamericana, en las que también se revela que el general Mariano Arista, comandante del Ejército del Norte, era un proestadunidense partidario de la anexión del norte mexicano a los Estados Unidos, aparecen, al igual que las pláticas entre Mackenzie y Santa Anna en La Habana, en el Diario del Presidente Polk (1845-1849), México, Antigua Librería Robredo, 1948, Vol. I, pp. 27-30, y Vol. II, Documentos anexos, Apéndice J, Documento 2, pp. 304-311). Esta edición, cuya publicación original se debió a Milo Milton Quaife en 1910, fue recopilada, traducida, prologada y anotada por don Luis Cabrera)
Por lo demás, resalto aquí que en la batalla de La Angostura participaron destacadamente tres personajes que en años posteriores se distinguieron en las guerras de Reforma, Intervención Francesa y Segundo Imperio del lado conservador, y que abrigaban profundos sentimientos antiyanquis derivados de la invasión de 1847: los futuros generales Leonardo Márquez, Luis Gonzaga Osollo y Tomás Mejía.
Como comandante de batallón (grado equivalente al actual de mayor), Márquez embistió con sus hombres al enemigo y se apoderó de algunas armas, sillas de montar y caballos que más tarde entregó al general Pedro Ampudia.
«Al día siguiente (…) atacó a la bayoneta en los campos de La Angostura y triunfó de nuevo. Aquel paso de montaña entre Saltillo y San Luis, donde se llevó a cabo un mortífero combate entre 7,000 invasores y 14,000 mexicanos, ofreció una amarga victoria a Márquez: las tropas nacionales dirigidas por Santa Anna se retiraron con una pérdida de más de 3,000 hombres, mientras que las de Zachary Taylor contaron poco más de 600 muertos», (González Laporte, Verónica, Leonardo Márquez, El Tigre de Tacubaya, Puebla-Xalapa, Editorial Las Animas, S.A., 2016, 408 p., pp. 44-45)
Por su parte, Luis Gonzaga Osollo, a la sazón capitán, luchó con denuedo contra el invasor en esa misma batalla, y al cabo fue ascendido a comandante de batallón y condecorado con una cruz y una medalla, (Hernández Rodríguez, Rosaura, El General Conservador Luis G. Osollo, México, Editorial Jus, S.A., 1959, 63 p., p. 16)
A su vez, el capitán Tomás Mejía, cuyo regimiento había sido reorganizado en San Luis en el marco de los preparativos generales de Santa Anna, luchó con igual bravura en La Angostura –en el tercer regimiento de caballería– y participó así en la inicial victoria conseguida por las tropas mexicanas contra el invasor. Luego, como quedó ya anotado, Santa Anna ordenó la retirada cuando tenía el triunfo definitivo al alcance de la mano y desperdició lastimosamente la oportunidad que se le brindaba de asestar el golpe final al enemigo. Igual que en el caso de Osollo, Mejía fue ascendido a comandante (Reed Torres, Luis, El General Tomás Mejía Frente a la Doctrina Monroe, México, Editorial Porrúa, S.A., 1989, 328 p., pp. 11-12)
En el mismo orden de ideas, don Alfonso Trueba, historiador contemporáneo, al abordar el tema de la batalla de La Angostura y la retirada de Santa Anna, reflexiona de la siguiente manera:
«No sabemos qué tanto hayan pesado en su ánimo, al ordenar la retirada, los compromisos contraídos en Cuba, de acuerdo con las logias. Es un hecho comprobado que se comprometió a un entendimiento con el enemigo; es un hecho que luego quiso burlar el compromiso y ser leal a su nación, y de la retirada del ejército de Angostura podemos deducir otro hecho, a saber: que se vio obligado a cumplir la palabra que empeñó en La Habana (se refiere desde luego a la larga entrevista con el almirante Mackenzie). Se levantará a pelear de nuevo, sacará otra vez ejércitos de la nada, expondrá la vida en otras acciones. Pero su conducta está ya manchada para siempre«.
Y más adelante sintetiza así el punto medular que enmarcó aquella desastrosa guerra con el vecino del norte:
«De las lecciones de la historia debemos sacar algún provecho, y esta dura y sangrienta lección de la guerra de los Estados Unidos contra México nos brinda una enseñanza cuyos frutos todavía no hemos sabido recoger, y es la siguiente:
«Que fuimos vencidos, más que por el poderío de las armas invasoras, por la discordia interna, sembrada y cultivada por el enemigo.
«En efecto, Joel R. Poinsett, al dejar su puesto de embajador en México, informó al Presidente Jackson –según refiere uno de sus biógrafos, Mr. J. Fred Rippy– que no había ni la más remota posibilidad de adquirir por compraventa territorio mexicano; pero que dejaba trabajando en México causas que harían caer bien pronto Texas (y las otras provincias, por supuesto) en manos de la Unión Norteamericana (‘causes were at work which would soon bring Texas into Union’)
«Las causas a las que Poinsett se refirió fueron: la acción de un partido ‘americano’ con un cogollo de masones organizado por el propio Poinsett (y al que pertenecía Gómez Farías), dispuesto a entregar suelo mexicano, y el quebrantamiento de la unidad de una nación que parecía hecha de una pieza, compacta y sólida, mediante las guerras civiles provocadas por el juego de una falsa democracia y la actuación de un sistema pseudofederal que disgregó y atomizó a la nación» (Trueba, Alfonso, Legítima Gloria, México, Editorial Jus, S.A., 1959, 63 p., pp. 56-61