Por: Justo Mirón
¡Hola, mis queridos y distinguidos amigochos! Espero de todo corazón que se encuentren en perfecto estado de salud tanto ustedes como los suyos a pesar del creciente número de decesos por la pandemia en nuestra población y que ya se acerca rápidamente a ¡70 mil!, sin perjuicio, claro está, de que El Megalómano de Palacio y su fiel escudero Hugo López- Gatell repitan un día sí y otro también que la estrategia implementada por el gobierno constituye todo un éxito y que casi casi es la envidia del mundo.
Pues bien, amables lectorcitos, el otro día me puse concienzudamente a rememorar rápidamente el paso y las acciones en el poder realizadas en México por los primeros mandatarios desde que tengo uso de razón (algún uso debo tener, ¿no?, y qué mejor que sea el de la razón), hace ya muchos ayeres, eso sí, ¿y qué creen?: simple y sencillamente que ninguno de los personajes repasados se acerca ni por asomo al mesiánico jerarca de la Cuarta Trastornación en cuanto a hipocresía, ignorancia, cinismo, agresividad, falsedades flagrantes y demás cualidades por el estilo.
Mis recuerdos más remotos se remontan a la época (¡chale, qué frase más cursi, pero bueno) de don Adolfo Ruiz Cortines, un señor serio y austero, con un colmillo de mamut en cuanto oficio político, ordenado y severo y, sobre todo, con un particular respeto a la investidura presidencial, aspecto que prevalecía sobre el resto de su personalidad. Le siguió don Adolfo López Mateos, sin duda el Presidente más querido y aclamado espontáneamente por la gente. Bien parecido, impecablemente vestido y orador notable, su indudable carisma personal seducía sin remedio a las multitudes. Incluso sin estar ya en el poder, fui testigo de cómo era aclamado entusiastamente en los estadios a los que acudía a presenciar alguna justa deportiva y se veía obligado a ponerse de pie para agradecer los aplausos. Su sucesor, don Gustavo Díaz Ordaz, fue, sin objeción histórica alguna y pésele a quien le pese, el mejor mandatario de México en los últimos setenta años si hemos de ser objetivos y honrados en el análisis de su gestión de gobierno. Cierto es que se le recuerda más por el asunto de Tlatelolco (2 de octubre de 1968), pero eso es un caso de estudio e investigación aparte, donde abundan las leyendas, las consejas y los inventos más disparatados. Pero, insisto, si se deja de lado, así sea momentáneamente, ese desafortunado suceso, y se compenetra uno en el estudio serio de su administración, se comprobará documentalmente y sin la menor dificultad el éxito económico de aquella administración.
Y a partir de allí, del término del régimen diazordacista en 1970, es que empieza el declive de nuestro país hasta llegar a caer en manos de El Megalómano.
Luis Echeverría comenzó con el desastre y se dedicó a crear y crear y crear empresas paraestatales de todo tipo que paulatinamente se fueron a la quiebra; recorría el país y su actividad era agotadora e irrefrenable, si bien sin ningún provecho para México porque toda medida que adoptaba, de la índole que fuese, era demagógica y perjudicial. Hablaba casi todos los días (en las redacciones de los periódicos se le calificaba como el cotidiano «echeberrido»), aunque hay que reconocer que en ciertas semanas vociferaba menos y, eso sí, sabía improvisar y hablar de corrido. Durante su gobierno se devaluó la moneda y la deuda exterior se disparó a niveles nunca soñados en aquellas épocas, pero por los menos no se dedicó específicamente a destruir o a desmantelar las instituciones. Y, por más que haya sido el que más se parezca en actitudes a El Megalómano actual, nunca llegó a los niveles de cinismo, agresividad e ignorancia de éste.
Con José López Portillo tuvimos un Ejecutivo culto y orador magnífico del que se esperaban grandes beneficios y, sobre todo, el enderezamiento de la nación tan flagelada por su antecesor. Pero la decepción fue mayúscula: superficial y frívolo en el desempeño de su cargo, con López Portillo la situación no sólo no mejoró, sino que empeoró enormemente con nuevas devaluaciones y empréstitos externos contraídos irresponsablemente. Su inicial popularidad decayó con rapidez y estatizó la banca mexicana basado en argumentos pueriles y resultados desastrosos para los mexicanos. Aún así, su personalidad y modos no pueden compararse con los de El Megalómano.
Miguel de la Madrid, personaje igualmente preparado y talentoso, de buena presencia y excelente timbre de voz, también representó un desengaño. Su personalidad gris y monótona nunca prendió en el ánimo de la gente. Y el colmo llegó con el devastador sismo del 19 de septiembre de 1985, en vísperas de un viaje de estado que iba a realizar a Japón. Su paralizante inacción provocó que los auxilios nacionales, y sobre todo los internacionales, llegaran demasiado tarde para salvar la vida de miles de personas sepultadas bajo los escombros de los inmuebles derrumbados por el terremoto. Por lo demás, la economía siguió decayendo y su sexenio concluyó tan intranscendente como había empezado. De cualquier forma, hay que reconocer que fue un hombre cordial y educado, y cuando concluyó su presidencia fue nombrado director del Fondo de Cultura Económica, donde desarrolló una aceptable labor. Cuando salía a la calle acompañado de su esposa, era saludado cortésmente por quienes se topaban con la pareja. Desde luego, jamás de los jamases llegó ni por asomo a los excesos verbales, cinismos, mentiras y devastación de instituciones que son el pan de cada día de El Megalómano.
Sobre Carlos Salinas de Gortari se han escrito ríos de tinta y resulta extremadamente difícil realizar aquí un análisis de su acción y personalidad como mandatario. También hombre competente y buen orador, su sexenio es un sinfín de claroscuros aún no concienzudamente estudiados ni investigados. Pero resulta indudable que la corrupción durante su gobierno se disparó a niveles quizá nunca antes vistos y muchas de cuyas acciones apenas se van conociendo ahora. Las alianzas entretejidas con otros grupos de poder continúan vigentes en muchos casos y es desde hace tiempo el villano favorito de El Megalómano de Palacio. Aquí lo irónico es que éste se da baños de pureza para atacar con furia al pasado y pasa por alto su propio techo de cristal.
Ernesto Zedillo, como es bien sabido, llegó a la presidencia de rebote por la inesperada muerte de Luis Donaldo Colosio en 1993. Desde un principio su sexenio inició con dificultades, terminó reñido con Salinas y cometió, entre otras cosas, el crimen de dejar a México sin ferrocarriles de pasajeros. Por ese solo hecho debería haber sido llamado a cuentas en su momento. Zedillo ha sido quizá el mandatario menos comprometido con la suerte de su país, y prácticamente desde que concluyó su gestión reside en el extranjero, que es donde siempre se ha sentido más a gusto. Empero, salvo el caso de los ferrocarriles, tampoco se dedicó deliberadamente a destruir al país, como sucede actualmente.
Atribulado por los regímenes priistas, sobre todo a partir del de Echeverría, la gente se volcó sobre Vicente Fox, en quien se cifraban enormes esperanzas. Pero la decepción fue traumática, por decir lo menos. Superficial, ignorante y especialista en muchas ocasiones en ser inoportuno e impertinente, Fox permitió también una corrupción galopante y una completa discordancia entre el decir y el hacer, y lo cierto es que no hizo mayor cosa en enderezar la situación política, económica y social que día con día iba agravándose. Para colmo, quiso imponer como sucesor a Santiago Creel y fracasó. Se retiró del poder con enorme desprestigio, y en la actualidad, cada vez que habla sobre política, aunque tenga razón en algún punto, carece de autoridad moral para hacerlo, en virtud del engaño generalizado de que hizo víctima al pueblo mexicano. A pesar de todo, tampoco puede equipararse su personalidad con la desequilibrada del actual mandamás.
Con la cerrada victoria de Felipe Calderón sobre El Megalómano de Palacio en 2006, se echó a éste de enemigo para siempre. Y la última venganza en este golpeteo ha sido la negativa del INE a reconocer como partido político nuevo al encabezado por su esposa Margarita. Por lo menos hasta el momento de escribir estas líneas, así está la situación. Calderón, individuo de excelente preparación y graduado en la Escuela Libre de Derecho, no realizó tampoco un gobierno espectacular ni mucho menos y se vio precisado a devolver al PRI el poder que había perdido con Fox. Sujeto asimismo muy cuestionado, Calderón no contribuyo con acciones positivas ni mucho menos a frenar el creciente auge de Morena. Y ahora corre el peligro de verse enjuiciado, junto con otros exmandatarios, por el vengativo Megalómano, a quien desde luego todo esto le sirve para apuntalar su casi consolidada dictadura unipersonal. Que la ley permita o no un juicio de tal naturaleza es lo de menos. Se hará como ordene El Megalómano. Ya se verá…
Enrique Peña Nieto, inmediato antecesor del actual mesías, viene siendo el principal culpable de que hoy éste se halle sólidamente cimentado en la silla presidencial. Su corrupta administración, sin duda la peor de la historia reciente, sirvió a El Megalómano para golpetear una y otra y otra vez sobre los vicios que arrastraba ese gobierno. Los resultados están a la vista, aunque lo cierto es que no sólo es culpa de Peña Nieto, quien por cierto entregó irresponsablemente el poder al ganador desde el mismo 2 de julio de 2018. La amplia victoria del iluminado de Macuspana tiene su origen en las pésimas administraciones anteriores, ya del PRI, ya del PAN. Y la gente tuvo la falsa creencia de que, entregándose por completo a El Megalómano, la suerte del país cambiaría para bien como por arte de magia. O, dicho de otro modo, supuso que no podría estar peor. ¡Y resultó que sí lo está! Olvidó que en política siempre hay posibilidad… ¡de empeorar!
Culmino este texto, damas y caballeros, niños y niñas, caramelos y bolitas, como lo empecé al enumerar las salientes características de El Megalómano de Palacio que lo diferencian, como quiera que sea, grandemente de sus antecesores que no se atrevieron a tanto: hipócrita, ignorante, cínico, agresivo, falso y vengativo. Pero, ¿qué creen, mis amiguetos? Que anuncia, urbi et orbi, que él es ¡el segundo mejor Presidente del mundo! Asegura que así lo dice una encuesta internacional, que desde luego se cuidó de ocultar quién la realizó, cuándo y con qué metodología. No contento con semejante aseveración, también se atrevió a decir que «en los peores momentos tenemos el mejor gobierno». Todo eso resultaría para carcajearse en serio si no lo dijera muy adusto y formal y no tuviera consecuencias para el país. Pero el caso es que lo vocifera conquistado, persuadido y seducido por su propia labia.
Como he dicho en otras ocasiones: háganme el refavrón cabor.