Por: Gustavo Novaro García
El 109 aniversario del comienzo de la revolución mexicana, la única revolución al parecer en la historia a la que se le dio una fecha de arranque, se puede enmarcar con otras tres conmemoraciones lo que nos sirve de punto de apoyo para reflexionar.
El primero de ellos son los 500 años del primer encuentro entre Hernán Cortés y Moctezuma II, que se dio en donde ahora se encuentra la avenida Pino Suárez en el centro de la Ciudad de México, el 8 de noviembre de 1519, con lo que inició la gestación de lo que hoy es la república mexicana.
El segundo es los 30 años de la caída del muro de Berlín, el 9 de noviembre de 1989, con lo que se desplomó el mito del Estado socialista que había surgido con el golpe de estado de los bolcheviques cuando se apoderaron del gobierno ruso que había surgido en febrero de 1917 con la caída del zarismo Romanoff de Nicolás II y que se había expandido bajo sus lineamientos de gobiernos de partido único e ideología marxista-leninista por varios países alrededor del orbe.
El tercero fue la proclamación de Andrés Manuel López Obrador como “presidente legítimo”, alegando que se le había cometido fraude a su candidatura de la Coalición por el Bien de Todos, el 20 de noviembre de 2006.
Por orden cronológico, tenemos que abordar primero la reunión entre el representante de la civilización renacentista, conocedora y usuaria de la pólvora y la imprenta, que empleaba caballos y acero, con el de una sociedad anclada en la edad de piedra y que condonaba sacrificios masivos y a la que los pueblos que sometía por la fuerza se aliaron poco a poco con los llegados de Europa.
Aunque muy conocido, se olvida que Hernán Cortés fue un aglutinador, la caída de Tenochtitlán y Tlatelolco 22 meses después del primer ingreso del extremeño a la capital mexica, se dio al grito de “Castilla, Castilla, Tlaxcala, Tlaxcala”, sería el germen de la Nueva España, que tres siglos después se independizaría de la madre patria.
El castellano había remplazado al náhuatl como la lengua principal de estas tierras y la religión católica, se había impuesto al politeísmo y los sacrificios humanos, un conjunto de reinos había dado paso a una proto nación, que andando el tiempo se daría el nombre de México.
El segundo caso, es un acontecimiento de orden internacional.
El 6 de noviembre de 1989, el gobierno de la República Democrática Alemana (RDA) cedió a la presión de centenares de miles de manifestantes, que aprovechando el proceso de restructuración o perestroika que comenzó en la Unión Soviética Mijail Gorbachev, solicitaban el derecho de libre tránsito. Así, al aceptar que todo germano oriental tenía la posibilidad de viajar libremente al extranjero o emigrar, la población votó con los pies.
Centenares de miles cruzaron el Muro de Berlín, que curiosamente se había erigido el 13 de agosto de 1961, 440 años exactamente desde que se rindiera el último dirigente azteca, hacia el oeste.
Con eso, y movimientos por una mayor democracia y libertad en Hungría, Rumania, Polonia, Checoslovaquia, el socialismo de Estado europeo comenzó una agonía que fue muy rápida. La navidad de 1991 cesó de existir la URSS. Aunque el socialismo como ideología y justificación de gobierno subsiste en algunos países como China, Cuba, Albania y Corea del Norte, su derrumbe mostró que restringir las libertades del individuo es aras de un colectivismo encabezado por un puñado de burócratas no se puede sostener sin un terror sistemático.
El tercer punto, que nos toca más de cerca, hace sólo 13 años, nos revela que México optó electoralmente por el inmovilismo y detener su avance hacia una sociedad más abierta y adaptable, debido al desencanto con la pluralidad democrática y los cambios acarreados mediante una economía más dinámica y abierta hacia el exterior.
Ese 20 de noviembre en el Zócalo, un espacio que tiene un simbolismo muy fuerte para López Obrador, éste dijo entre otras cosas que “Estamos aquí congregados porque, ante el fraude electoral del 2 de julio, decidimos declarar abolido el régimen de corrupción y privilegios y comenzar la construcción de una nueva República… Estamos conscientes que una oligarquía neofascista se adueñó por entero de las instituciones políticas del país y están decididos a mantener y acrecentar sus privilegios, sin escrúpulos morales de ninguna índole”.
Al presentar un gabinete, usar como emblema el escudo de la república juarista y advertir que ¡Al diablo con sus instituciones! López Obrador advertía claramente que una vez que llegara a ocupar la presidencia, lo que no pudo lograr en 2012, pero sí en 2018, realizaría un gobierno centrado en él mismo, en que el que vagos valores morales se equipararían con las prácticas concretas y en el que se pretendería crear una república popular, es decir, un gobierno de corte del socialismo que se había desplomado con el muro de Berlín.
La revolución mexicana como la concibió Madero a lo largo de 1910 tenía que ver más con una apertura a diferentes corrientes políticas dentro del porfirismo, que a violentos cambios sociales.
La principal bandera del maderismo “El sugragio efectivo, no reelección” hacía énfasis en que pese a los indudables logros como gobernante de Porfirio Díaz, hasta ahora insuperados, un país no podía depender de la voluntad de un solo hombre para que este decidiera su destino.
El porfiriato, que fue un tremendo esfuerzo para recomponer y rencauzar a un país al que el trauma de la guerra de Independencia le había colocado en una tremenda inestabilidad política, azuzada por un vecino del norte con una descarada ambición imperialista y mesiánica, se resquebrajó de manera rápida y supongo que sorprendente para los contemporáneos.
Lo que siguió al exilio el general Díaz, una guerra civil, diferentes grupos disputándose el poder como botín y para hacer negocios, lo podemos ver reflejado 109 años después y lo entendemos con base en los tres casos que hemos tocado.
En el primer caso México tiene que aceptar su herencia española y que el padre de la patria es Hernán Cortés. Que un conjunto de reinos no eran el país que conocemos hoy. Que las instituciones indígenas, y sus limitantes tecnológicos, no hubieran permitido la evolución a una sociedad más compleja y menos repetitiva y encerrada en sí misma. Una verdadera revolución mexicana sería el reconocer las raíces novohispanas de México, mientras esto no suceda, seguiremos como una nación que reniega de sus orígenes, y por lo tanto se avergüenza de sí misma. El camino no es, por lo tanto, pedir disculpas muy tardías a España, por la conquista.
En el segundo punto, más allá del supuesto “fin de la historia” que el pensador Francis Fukuyama decretó a raíz de la caída del muro de Berlín, lo que se debe de hacer es quitar de tajo toda la ideología pseudo revolucionaria que ha ensuciado el siglo XX. El pensar que un partido tiene la verdad y es el único indicado para decidir los derroteros de un país, basados en una pseudoreligión, el marxismo, es algo que se debe abolir. Una verdadera revolución mexicana sería el aceptar que lo correcto es que el ciudadano y no el Estado es el camino, así como no lo son las propuestas totalitarias de una cúpula corrupta.
En el tercer tema, la asunción ilegal de López Obrador indica que el México de los caudillismos sigue vigente. Una verdadera revolución mexicana tendrá que impedir que la revocación de mandato, aprobada el 6 de noviembre de este año por la Cámara de Diputados, sirva para extender el régimen de un gobernante que ha dado muestras de querer eternizarse en el poder.
México llega a otro 20 de noviembre con grandes desafíos para su futuro, la ciudadanía debe organizarse desde abajo, para impedir que un proyecto socializante, divisorio y anclado en el pasado concrete su afianzamiento en el gobierno.
Hace 109 años México soñó con un destino mejor, no apostando todo a un solo hombre, es hora de que sin violencia y destrucción, apliquemos esa enseñanza.