Por: Luis Reed Torres
Novelista, autor teatral, periodista, académico de la Lengua y diplomático, don Federico Gamboa –de quien ya he tratado en algunas otras ocasiones– es uno de los hombres verdaderamente ilustres de México. Prolífico escritor, fue, como es ampliamente sabido, autor de la célebre Santa, obra llevada al cine no pocas veces y que, en su primera versión –realizada en 1931 y protagonizada por Lupita Tovar y Carlos Orellana– constituyó la primera película sonora del cine mexicano.
No es éste, empero, el tema al que hoy me quiero referir –por más que sea de suyo importante en ese aspecto particular–, sino a un interesante pasaje del voluminoso Diario que escribió don Federico y que trata de su desempeño en la misión que le fue encomendada como secretario de la embajada de México en los Estados Unidos en los albores del siglo XX, cuando la legación de nuestro país en Washington estaba encabezada por don Manuel Azpíroz, famoso por haber sido designado –en 1867– fiscal de la causa que se instruyó al Emperador Maximiliano y a los Generales de División Miguel Miramón, ex Presidente de la República, y Tomás Mejía, ex Gobernador de Querétaro, después de la caída de la plaza de Querétaro en poder de las fuerzas republicanas tras un sitio que se prolongó setenta días y cuyo fin se registró merced a la traición del coronel Miguel López, ex comandante del Regimiento de la Emperatriz y jefe del punto de defensa en el Convento de la Cruz, que fue por el que penetró el enemigo en el interior de la ciudad.
Así, en la entrada del citado Diario correspondiente al 15 de noviembre de 1903, Gamboa narra que tras concluir el acuerdo rutinario con el embajador Azpíroz la conversación derivó de pronto en asuntos concernientes a la Intervención y el Imperio y, en un momento dado, don Federico formuló al Embajador una pregunta que ya traía en los labios de tiempo atrás:
–¿Qué impresión personal le produjo a usted Maximiliano, y cuál conserva de él?…
La respuesta fue inmediata:
«–Me subyugó…»
Azpíroz entró luego en detalles sobre las conversaciones con el Emperador, la entereza de éste en todo momento y su urbanidad y maneras exquisitas, etcétera.
A continuación, el jefe de la representación diplomática mexicana en Washington continuó sincerándose con don Federico y de plano le confesó que él se resistía a ser el fiscal de la causa –Azpíroz era abogado y teniente coronel en el Ejército Republicano–; que le había dicho al General Mariano Escobedo que lo utilizara para cualquier cosa menos para eso y que entonces éste le había zarandeado el orgullo y el amor propio calificándolo de incapaz de asumir tan delicada responsabilidad ante los ojos del mundo. Al cabo, más a fuerza que de ganas, el abogado aceptó la encomienda con una sola condición: que no fuera él quien mandara a la muerte a los tres enjuiciados pues, como todos, tenía la certeza de que la sentencia sería la condena a la pena capital y, en tal tesitura, se fingiría enfermo en su momento (Escobedo aceptó y al final del juicio Azpíroz fue sustituido por Joaquín Escoto).
Encarrerado ya en sus confidencias con Gamboa, el Embajador Azpíroz siguió rememorando aquellos días lejanos y, en un arranque de inusitada franqueza, le reveló a su interlocutor que no tuvo necesidad de pretextar enfermedad alguna, que realmente sí se había enfermado cuando fue reemplazado por Escoto y que había experimentado insomnios, delirios y «tensión de espíritu» (o sea lo que hoy conocemos como estrés).
Y de pronto agregó:
«–¿Sabe usted quién fue el culpable principal de que yo enfermara…?»
–???…
«–Miguel Miramón».
–¡¡ !!…
–«Sí, Miguel Miramón –repite con mayores energías. Desde un principio simpatizamos ambos, nos presentó el General (Francisco) Vélez, que lo quería como a un hermano, y que, parece, le habló primores de mí; y Miramón, dentro de la hidalguía que irradiaban sus actos y palabras, me conquistó totalmente a las primeras que cruzamos. ¡Si viera usted con qué claridad y con qué noble franqueza respondía a mis interrogatorios!… A pedido suyo convinimos en que él diríame al detalle todo lo que supiese acerca de los puntos preguntados y que yo, luego, les daría forma a sus respuestas. Así lo hicimos, aunque con la precaución de mi parte de leerle en alta voz lo que yo iba dictando. El día de la confesión con cargos, diligencia odiosísima si las hay (cuando Miramón se defendió bravíamente de las acusaciones del fiscal y las refutó puntualmente según iban presentándose, paréntesis de Luis Reed Torres), nos fatigamos mucho. Lo advirtió Miramón y jovialmente propúsome:
«–Si no tiene usted inconveniente, señor licenciado, descansaremos un poco los dos, que a cual más estamos fatigados, y mientras descansamos hablaremos de asuntos menos ingratos y tomaremos juntos una copa de un vino generoso con el que me han obsequiado. ¿Acepta usted?…
«–Acepté de buen grado –continúa Azpíroz sus confidencias a don Federico–, pues mi fatiga era tanta a causa de los delicados quehaceres del proceso y de la escasez de mi alimentación y de sueño, que en ocasiones la cabeza se me partía y la pluma materialmente se me caía de las manos; por otra parte, la confesión con cargos afligíame aun desde antes de proceder a ella; y, por último, Miramón habíaseme hecho de tal modo simpático, pedía las cosas con maneras tan especiales suyas –maneras de valiente que procura no revelarlo–, que bebí con él una copa de no sé qué vino dulce. Al levantarse Miramón y colocar la botella en su sitio, extrajo de su baúl una fotografía que puso ante mis ojos:
«–Mire usted, señor licenciado, estos son mis hijos…
«–Y al decírmelo parecía que con su mano libre acariciara en el aire los rizos de las idolatradas cabelleras infantiles…
–Ni Azpíroz puede continuar hablando ni yo escucharlo –concluye don Federico Gamboa su conmovedor relato–; a él y a mí nos ahoga honda emoción que no intentamos disimular (Gamboa, Federico, Mi Diario, Tomo III, México, Eusebio Gómez de la Puente Editor, 1920, 452 p., pp. 337-342).
El paso siguiente de Miramón, cadete combatiente del Colegio Militar de Chapultepec frente a los yanquis en 1847, General de División y Presidente de la República a los veintisiete años y la espada más brillante del conservadurismo mexicano, fue el patíbulo del Cerro de las Campanas el 19 de junio de 1867.
Allí también recordó a sus hijos al pronunciar sus últimas palabras:
«Mexicanos, en el Consejo de Guerra mis defensores quisieron salvar mi vida; aquí, pronto a perderla y cuando voy a comparecer delante de Dios, protesto contra el cargo de traidor que se ha querido imputarme para cubrir mi sacrificio. Perdono a los autores de este crimen, esperando que Dios me perdone y que mis compatriotas aparten de mis hijos tan villana mancha haciéndome justicia. ¡Viva México!».